La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




II - 5. LA ANIMITA EN LA ARENA

II
POR LA COSTA DEL NORTE

5   LA ANIMITA EN LA ARENA

   Cerca del lugar en donde había estado observando el cielo hallé un animita. Si hubiera tropezado con ella anoche, el tiempo no me habría pasado de parte a parte. Un pie en su base de cemento, un pie fuera de la arena habría bastado para que yo recuperara el ánimo. Cuando un nadador ha dejado de luchar y va en el agua desmadejándose ¿no revive si hace pie?, ¿no recuperan su cuerpo la tensión y su espíritu el temple con un solo toque de suelo? A la clara luz de un día de nubes ralas resulta difícil creer que la pequeña losa de cemento tenga tan portentosa virtud. También es difícil creer que la playa tendida ante mis ojos sea un osario de estrellas. Y anoche lo fue.
   Aparte de hacerme ver el paso firme que no di, el día me muestra en la animita un mundo. Sobre la losa situada en el borde del desplaye y que apenas sobresale de la arena hay la figura votiva de un bote, una gruta minúscula con una estampa descolorida del rostro de Cristo, dos tarros oxidados con matas de claveles verdes y una inscripción: Pascualito.
   Así entra la muerte en tu viaje desde la primera mañana, en la primera playa, ante el primer mar. Así te sale al paso esta antigua desconocida tuya. ¡Hela aquí con rasgos de esfinge popular! Mírala con su nombre de niño malcriado al que ya se le antoja la resurrección; mira cómo aferra su botecito de cemento y cuan amargamente brillan las dos monedas depositadas en él; mira sus mechas de claveles y su diadema con eccehomo ensangrentado; mira sus aristas bastardas, sus letras torpes, sus cifras chuecas. ¡Así te salta a la cara la muerte en medio de la arena absorta! Te cala, aunque no te puede ver; te interroga, pese a que se come las palabras; te para, aunque tú no quieras sino salir del paso y hacer como si no la hubieras visto. ¡Cuánto más elegantes son las muertes bajo techo que no se adueñan del sitio en que acaecen! ¡Cuánto más chic las muertes que no denuncian nada como denuncia ésta al mar!
   -Aquí -dice la animita hablando en tercera persona y no en primera como hablan las tumbas-, aquí se ahogó Pascualito al volcarse el bote en que regresaba de la pesca con su padre. O más precisamente: -Aquí botó el mar el cuerpo de Pascualito.
   Innumerables animitas en los bordes de las carreteras americanas señalan sitios de accidentes mortales; muchas de ellas están situadas en curvas, a la entrada de túneles, al final de largas pendientes y en otros lugares que la velocidad de los transeúntes convierte en peligrosos. Pero nadie diría que esas animitas denuncian al camino. Al contrario: en un mundo de defunciones puertas adentro que sólo merecen cupos en necroparques, las animitas nos recuerdan que morir bajo el sol o las estrellas es un fuero humano, que amojonar con su muerte la tierra es un privilegio del hombre. Pascualito seguramente tiene tumba en algún cementerio próximo; una tumba que, a veinte años de su muerte, ya nadie visitará. Pero su animita es otra cosa. A pocos pasos de la línea de más alta marea, su animita es un pecio que ningún visitante de la playa deja de encontrar, un pecio que el mar no puede hacernos pasar por alto, así concierte sus olas, aclare sus aguas y asuma un aire de playero rudo pero bonachón. "El mar mata", dice la animita. Y aunque pasen mil veranos felices en los que su losa no se distinga entre las toallas multicolores, su denuncia será válida por todo el tiempo que el mar renueve, ola tras ola, su doblez.
   En la cordillera de los Andes hay un cementerio donde están enterrados solamente andinistas. Cuando quien lo visita se para entre las tumbas y alza la vista hacia la cima del Aconcagua la antigua metáfora bélica acude instantáneamente a su memoria y se encuentra rodeado no de muertos sino de caídos. El Aconcagua no esconde su altura. Su cima se sujeta en el cielo a la vista de todos. Nadie puede decir que no la vio. Los muertos son los frutos maduros caídos de ese árbol de abismos. Por eso sus tumbas no dicen que la montaña mata. La montaña no mata porque no vive; si viviera escondería su abismo como lo esconde el mar. La animita de Pichicuy dice: "el mar mata"; "di un traspié" dice cada una de las tumbas de los Andes. Y si uno se aleja de estas últimas mirando con redoblada atención dónde pone los pies, ¿qué hace uno con la advertencia de Pascualito? ¿Alejarse sin más del mar como los moralistas aconsejan huir del demonio en toda ocasión y sean cuales sean nuestras virtudes? ¡Imposible! No podemos concebir nuestra vida sin el mal, menos sin el mar. O como lo canta Cernuda:

   Quién viviría en la tierra
Si no fuera por el mar.

II - 4. LUCES CON NOMBRES

II
POR LA COSTA DEL NORTE

4   LUCES CON NOMBRES

   Caía la noche cuando fui a estacionar el furgón en la playa, lejos de las luces del alumbrado público de Pichicuy y de los rayos y truenos del camino. Luego, a pie por las dunas, me dirigí a mi cita con las estrellas. Hacia el noroeste ya estaban reunidos Marte y Venus, la prenda radiante y el aguijón rojo. A su vera, velado por el resplandor de su có¬pula, Júpiter titilaba débilmente. La Luna tendía su luz virginal sobre el mar hasta unas lejanías de cielo en la tierra. La Colmena, el quinto objeto celeste que participaría en la conjunción, no se dejó ver ni con prismáticos. ¡Y era el que yo había aguardado con mayor ilusión! Su nombre, el único de los cinco que no era el de un numen, me sonaba tan celeste pese a su humildad que casi me había hecho la idea de que reconocería sus astros por su zumbido. Gracias a La Colmena el cielo iba a parecer un bosque y la playa un calvero olor a mar por el que yo andaría con la prestancia de un zagal del tiempo en que las diosas se enamoraban de los hombres. ¡Qué desgracia! Ausente La Colmena, ¡cuan astronómicos lucían Venus, Marte y Júpiter! ¡Qué absurda parecía la antigua cuestión de sus influencias!
   Apenas se puso la Luna en el mar, la tierra se desplomó a mi alrededor. Me sentí cercado de cosas oscuras. Sentí miedo. Y mi miedo vició mi celo por las estrellas. ¿Estaba a solas? Si los seres humanos más cercanos se hallaban junto a las lejanas luces de Pichicuy; si en toda la gran playa reinaba una quietud de desierto en invierno ¿qué tenía que temer? Sin embargo, temía. Las sombras acortaban mis alcances; las olas me ablandaban; el silencio detrás del fragor marino me ahuecaba. Me senté y hundí mis manos en la arena fría. Era una arena estelar. Cada uno de sus granos había caído del cielo a la tierra a través de mí. Y las miría-das que aún lucían arriba seguirían cayendo a través de mí, seguirían posándose en la playa y apagándose. Esa noche corría un tiempo a través de mí que no debía correr nunca. ¡Ay de mí! ¡Que de todos los poetas que vivían para atajar ese derrame fuera yo el que fallaba! ¡Qué angustia! ¿Qué podía hacer para recobrar mi sello?
   -Ponte de rodillas -murmuré. Y me puse de pie e inicié el regreso hacia el furgón. "De rodillas, de rodillas, de rodillas", fui repitiendo mientras caminaba por las dunas ahítas de arena. El clic de la puerta, el olor a nuevo de la cabina, el destello de la lámpara a gas, los gustos del sandwich, la manzana y el café, la tibieza del saco de dormir, la levísima trepidación de la carrocería y el testigo rojo de la alarma cerraron la jornada. Y el sueño a mí.

II - 3. NOMBRES QUE FLOTAN

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POR LA COSTA DEL NORTE

3   NOMBRES QUE FLOTAN

   En la playa blanca de la caleta de Pichicuy estaban echados unos treinta botes. Sus cascos contenían apenas sus nombres inscritos de proa a popa. Eran, en realidad, treinta carteles de enormes letras rojas o amarillas que decían: Alfa y Omega, Evangelista, El Carpintero de Belén, Sacrificio, Génesis, Nazareth, Crucero del Amor, Galeao, etc. ¿Qué les había dado a los pescadores del lugar por agrandar hasta ese punto los nombres de sus embarcaciones? ¿Creerían que al ir por el mar tripulando aleluyas o abracadabras legibles desde muy lejos adquirirían aspecto de santos o de brujos? ¿O alguna adivina los había convencido de que tamaños nombres mantendrían estancos a los botes mejor que la estopa?
   A esa hora de la tarde que tiene en las caletas aire de entreacto vi, aquí y allá, hombres en cuclillas junto a sus botes dedicados a repintar mayúsculas descascaradas, a raspar denominaciones pasadas de moda o de caracteres demasiado chicos, a esbozar largas líneas paralelas en la tablazón y a pintar entre ellas vocales y consonantes de vivísimos colores, la menor de las cuales mediría un codo. ¡Qué alegría me dio ver aparecer el ojo de una gran O roja en un casco amarillo ante el mar gris! Detrás de los letreristas el mar también cambiaba como si la escribanía fuera un sortilegio que afinaba su grano, esfumaba su renglonadura y lo alisaba hasta el horizonte como un pergamino de lujo.
   Tras ponerse el sol, cuando el Crucero del Amor dejó atrás al Génesis, pasó junto al Nazareth y se internó mar adentro a la zaga del Alfa y Omega, la ensenada de Pichicuy fue legible como una alegoría.

II - 2. LA COMPASIÓN EN EL MAR

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POR LA COSTA DEL NORTE

2   LA COMPASIÓN EN EL MAR

   En cuanto llegué a Pichicuy un pescador viejo me abrumó con sus cuentos. A lo menos cinco barcos cargados de plata y oro y uno o dos con ladrillos se hallaban en el fondo del mar en las cercanías de la caleta. El conocía su ubicación y la guardaría secreta hasta que algún gringo con yate y equipos de buceo quisiera hacerse socio suyo. Apenas se convenció de que yo no era el gringo en cuestión, el viejo se puso a contarme una historia que le había oído a su padre y que, según dijo, no debía perderse.
   De joven, su padre se había enrolado de grumete en un gran yate hecho en Chile que partía a Buenos Aires en busca de comprador. Zarparon de Puerto Montt rumbo al sur y al tercer día ya surcaban las aguas desoladas del archipiélago de las Guaitecas. Al pasar frente a una roca aislada, el capitán vio un lobo de mar agazapado en ella. Pero el joven grumete, que no miraba con binoculares, sostuvo que el lobo no era tal sino un indio. Y tanto porfió que el capitán lo envió con un marinero a reconocer la roca. Se allegaron a ella en un chinchorro y descubrieron a un niño alacalufe desnudo y esquelético. Sólo el naufragio de la canoa familiar y la muerte de todos sus parientes podía explicar su presencia en esa roca aislada. Para no morir de hambre, el indiecito había comido lapas y choros adheridos a la roca; para no morir de frío, había apilado cuidadosamente las conchas hasta formar una especie de nicho que lo guarecía del viento. Como el niño no hablaba castellano, no pudo decirles cuanto tiempo llevaba ahí; dada su extremada flacura y el tamaño de su refugio de conchas, el tiempo debía contarse no en días sino en semanas. Maldiciendo su suerte, el capitán del yate decidió regresar a Puerto Montt pues no podía llevar al alacalufe con ellos ni dejarlo en una isla de por ahí, tan desiertas todas como la roca en que lo habían encontrado. En ese puerto una familia caritativa adoptó al niño indio. Allí creció, se educó y se casó. El grumete de buena vista era recibido como invitado de honor en la casa del alacalufe cada vez que pasaba por Puerto Montt.
   -¡Buena! ¡Muy buena! -exclamé, encantado con la historia del viejo.
   -Buena, ¿no?
   -Buena. Pero...
   -Diga no más...
   -Su padre se equivocó en una cosa: el niño no apiló las conchas para resguardarse del viento. Los alacalufes no conocían el frío.
   -Y entonces, ¿para qué las apilaba? -me preguntó el viejo algo picado.
   -Para que el mar no lo matara -respondí. Y al ver la sonrisa burlona de mi interlocutor y de los demás pescadores presentes, me expliqué rápidamente.
   -Doscientos años antes del hallazgo de su padre, un antepasado del indiecito rescató a un inglés en esas mismas aguas de las Guaitecas pero mucho más al sur. Y lo llevó en su canoa hasta el poblado español más cercano en la isla grande de Chiloé. Fue un viaje largo y duro. Y en una ocasión, el alacalufe estuvo a punto de partirle el cráneo al náufrago inglés porque este tiró al mar la concha de una macha.
   -¿Por tirar una concha? -preguntó el viejo, incrédulo.
   -Tal cual. Supongamos que usted se topa con un muerto de hambre, se compadece de él y le da un racimo de uvas; supongamos que el hambreado, en vez de agradecer, le escupe un ollejo a la cara... ¡Mil veces peor que esto es para el alacalufe una concha arrojada al mar! Al regresar a Inglaterra, el náufrago escribió el libro de sus aventuras en Chile y no olvidó contar su sacrilegio. El nieto del náufrago, que seguramente aprendió a leer en el libro de su abuelo, llegó a ser un gran poeta del mar.
   Del breve relato del hallazgo del niño indígena, un detalle me dejó meditabundo: la decisión del capitán de interrumpir el viaje y regresar a Puerto Montt. ¡Esa sí que fue decisión! ¿Habría hecho yo lo mismo? ¿Qué haría si en mi viaje actual se me presentara un caso parecido?
   A menudo se despierta en el viajero un oscuro sentimiento de su propia salvedad como si ninguna ley pudiera exigirle un alto, un desvío o la vuelta sobre sus pasos. El viajero siente que ocupa el puesto más precario de todos, el de quien puede reclamar compasión de cualquiera y no tenerla por nadie. Basho, en el diario de viaje que tituló "Aunque blanqueen mis huesos", cuenta de un niño de apenas tres años abandonado en la ribera de un río, que tira de su manga cuando él pasa. Conmovido por su llanto, Basho le da comida y sigue adelante. Más tarde escribe: "¿Te odiaba acaso tu padre, te despreciaba tu madre? No: tu padre no te tiene odio, tu madre no siente desprecio por ti. El Cielo nada más lo quiere así. ¡Ah, llora la miseria de tu destino!" ¿Qué ejemplo seguiría yo, el del capitán del yate o el del poeta japonés, el de Cristo o el de Buda? Pensándolo mejor, las dos actuaciones son incomparables, ya que una ocurrió en el mar y la otra en tierra firme. El caminante Basho podía confiar en que alguien vendría tras suyo y salvaría al niño. En ese sentido, la üerra que dejamos atrás es siempre una Samaría. Pero el capitán del yate: ¿cómo podría haber soslayado el hecho de que para ese niño perdido en las Guaitecas él era el último hombre del universo? En el mar hay homicidas o hay samaritanos. Nadie se lava las manos en el mar.

II - 1. LA DESPEDIDA PERDIDA

II
POR LA COSTA DEL NORTE

1   LA DESPEDIDA PERDIDA

   Feliz de haber elegido un título que en vez de clavarme en mi escritorio me obligaba a viajar; orgulloso de mi título como si fuera un blasón y algo asustado por lo que tenía de cometido incalculable, salí de Santiago a poner por obra el Libro del Pueblo del Mar de Chile la víspera del día en que Júpiter, Venus, Marte, Luna y Colmena se aproximarían máximamente.
   Era un alba de sol de invierno. A cien kilómetros por hora me parecía correr a la velocidad con que volaban los rayos del sol a mis costados de cumbre en cumbre. Yo no miraba a los cerros, les pasaba revista. Mis ojos los condecoraban prendiéndoles ojeada tras ojeada medallones de nieve y penachos de plumas radiantes. A mi alrededor remoloneaba el llano en largas sábanas verdosas y las casas, los avisos y las escasas figuras de pie todavía no arrojaban sombra ni precisaban sus colores. Grandes paralelepípedos vidriados, cuajados de luces diminutas, venían por la carretera dándose aires de alud y me zarandeaban sin rozarme. El zumbido del motor de mi furgón me sonaba a colmena en primavera.
   Ya estaba lejos de mi casa y aún no había comenzado a despedirme. Como tantas otras cosas, como la muerte, el adiós dejó de ser una ceremonia. "Partir es morir un poco" reza el adagio. ¡Morir un poco! ¡Cuál no habrá sido la sorpresa del diablo que ideó tal burla al ver que pasaba por fórmula sublime. "Morir un poco" ¡Qué talla sangrienta! A un poco de hombre corresponde un poco de vida, un poco de ausencia, un poco de muerte. Nacer es estar un poco; estar es partir un poco; partir es morir un poco: ¡he ahí la cadena del apocamiento!
   Si no sé despedirme no es porque los viajes ya no separen y en cualquier lugar del mundo uno quede a mano. Antes de que las ruedas y las hélices nos descoyuntaran y desparramaran nuestro cuerpo por el globo, habíamos perdido toda coyuntura. ¡Hace siglos que nadie consigue reunir un cuerpo para una ocasión!
   Iba así doliéndome por la despedida perdida cuando la carretera me puso ante el mar. No reconocí la ocasión. Seguí adelante. Y cuando hacía un buen rato que tenía el mar a la vista y ya no cabía abrirle los brazos, caí en la cuenta que había perdido mi encuentro con él. Así, apenas comenzado, mi viaje se presentaba como una sucesión de ocasiones perdidas: ¿con qué ánimo seguir?
   Un hombre al que una serie de ladrones asalta siente a la larga que su desgracia cambia de signo, que su pesar por lo que le han robado y siguen robándole da lugar a una misteriosa desenvoltura. Se extraña, medita y concluye que el despojo del que es víctima prueba que su fortuna literalmente no tiene límites; que por mucho que pierda, siempre le quedará qué perder; que ningún robo particular puede dejarlo en la desnudez a la que cada robo lo aproxima. Parecido al de este hombre es mi caso. Al avanzar por la ruta admito ocasiones que dejaré pasar fatalmente; al dejar atrás la ruta llena de ocasiones perdidas despliego mi infinitud. La ruta de adelante es un forado en mi estado; la ruta de atrás es la faja suntuosa en la que no sabía que estaba envuelto y que el viaje desenrolla y deposita por llanos, quebradas y costas. No me hago la ilusión de que el viaje será una escuela en la que aprenderé a aprovechar las ocasiones: La presencia no se aprende. Sin embargo, el viaje irá alineando en el espacio lo que yo vaya desperdiciando en el tiempo, de modo que cada ocasión perdida será, además de una cifra en un calendario, un punto en un mapa. Y la serie de lugares señalados por las ocasiones perdidas tenderá a ordenarse en mi memoria, no como una secuencia uniforme sino como si se encaminara hacia un límite. Dicho de otro modo, mi memoria, gracias al viaje, pasará de llana a ascensional. La tierra en mi memoria irá estribando mi viaje hacia una cumbre, hacia una ocasión de ocasiones que ya no podré perder. En la memoria del viajero: ¿no tiene la tierra forma de pirámide?

I - 3. EL TÍTULO DEL LIBRO

I
APRESTOS

3   EL TÍTULO DEL LIBRO

   Antes que de una casa, mi viaje salía de un manuscrito. De un manuscrito que constaba de un título: Libro del Pueblo del Mar de Chile, y de algunas páginas en que daba razón de éste. Apenas se me vino a la cabeza este título anuló otros que me tentaban -cosa normal- y casi me anuló a mí -cosa grave-. El título era enorme y el poeta débil. Pero como en poesía nunca se le miran los dientes al caballo regalado, no me quedó otra que aceptarlo y ponerme a hacerlo mío.
   Imaginé entonces mi encuentro con el título Libro del Pueblo del Mar de Chile como el de un caminante con un castillo. Yo iba al anochecer por un páramo buscando una choza, un tronco o una piedra para guarecer mi cuerpo nada exigente cuando de pronto, donde antes no había más que un arenal moteado de matorrales, vi un edificio con cuatro altas torres. Verlo, sentirme un pobre diablo y aspirar a señor de él fue una y la misma cosa. Y allí me planté frente a la mole hermética.
   Dadas mis escasas fuerzas, era imposible que pudiera abrirme paso hasta su interior. Pero ¿en qué otro lugar de la tierra hallaría albergue más espléndido?
   El castillo -el título caído del cielo- me excluía radicalmente, me desafiaba a entrar y estaba hecho para mí, para que yo me convirtiera en su dueño y señor. Su grandeza parecía calculada por un demonio para apabullarme, desafiarme y esperanzarme a la vez. Dispuesto a todo, yo no veía por donde comenzar. Sus cuatro torres -la torre del Libro, la torre del Pueblo, la torre del Mar, la torre de Chile- se alzaban ante mí con tal trabazón que pretender tomar una sola era un sueño. Excluida la fuerza ¿qué podía hacer para salir de un estado en que ya me sentía preso fuera del castillo?
   Sobre el páramo de mi andanza declinaba el sol y con él mis luces. La sombra tetragonal del castillo se alargó hasta alcanzarme. Mientras mi cuerpo poético temblaba de inanidad, mi alma se daba aires de señora, casi como si estuviera en lo alto de una torre. Cerró una noche total. Quedé ciego. Y entonces vino a tentarme la madre de las musas, Mnemosine. Si mis fuerzas no daban para tomar el castillo, sí me darían para construir un caballo. La impía estratagema ¿no había probado su eficacia en todas las Troyas? Escondido dentro de una efigie cautivadora, en un abrir y cerrar de ojos me hallaría dentro del castillo. Y una vez allí, mi cuerpo poético se animaría, mi alma envanecida recobraría su peso y yo poseería el Libro del Pueblo del Mar de Chile.
   Apenas me decidí por el engaño me invadió una inquietud inmensa. Si escribía un poema -pues ¿qué otra cosa que un poema puede parecer ofrenda pura (como les pareció el caballo a los troyanos) y ser en realidad transporte del oferente (como el caballo fue de los griegos)?; si gracias a una oda yo conseguía introducirme en el castillo ¿no acabaría inevitablemente por arrasarlo? ¿No había sido ese el fin de todas las Troyas? Apeado de la oda en el interior, mi cuerpo seguiría endeble y mi alma ebria, y entonces, por desesperación, yo echaría mano a cualquier recurso, a mistificaciones, plagios, lugares comunes, a la retórica más abyecta para abultarme y copar el título con mis ruinas: ¿a eso aspiraba? ¡Dios mío! ¿Por qué me había caído del cielo un título tan grande? ¿Por qué no podía renunciar a él? ¿Acaso títulos como "En el sentido del mar de Chile" o "Viaje al mar" o "La costa" no se avenían mucho mejor con mi contextura poética y el gusto de mi tiempo? ¡Oh maldito título, añejo y descomunal! ¡Oh maldito Libro del Pueblo del Mar de Chile!
   Como un adolescente que ve entrar de pronto una mujer de carne, cabellos y hueso en el cuarto de sus quimeras, yo había quedado pasmado ante el castillo. Luego, en medio de mi impotencia, el demonio del engaño había estado a punto de seducirme. Vencida esta tentación, sentí que el castillo se abría en la oscuridad. Comprendí entonces que ni el título era un castillo ni yo un guerrero; que el son de guerra en que lo había enfrentado era una impostura; que del cielo había caído no un obstáculo sino un don. Comprendí que el título era un templo y que ante ese templo mi hechura era infinitamente indiferente y mi presentación infinitamente crucial.
   Incliné entonces la frente y volví a entrever la mole. Poco a poco el sol me fue mostrando sus cuatro torres, tan formidables como las recordaba. Una de ellas sin embargo se abría hacia un interior oscuro como la noche. Era la torre del Mar. Verla así abierta y comprender que me hallaba, no ante un recinto vacante sino ante una sede, fue una y la misma cosa. La torre hermética era un santuario insondable. ¡El nombre del Mar alojaba a un dios! Instantáneamente, las otras tres torres: Libro, Pueblo y Chile, quedaron a mi alcance. El Libro sería cosa de pluma escrupulosa; el Pueblo, cosa de oído atento; el Chile, cosa de pasos diligentes. Sólo el Mar era cosa divina que sólo un dios podía poner a mi alcance.
   Ante esta preeminencia nueva del nombre Mar me en¬traron dudas acerca del ordenamiento de mi título. ¿Había dispuesto bien los cuatro nombres aparecidos? En el título Libro del Pueblo del Mar de Chile ¿no había colocado el nombre Pueblo en la cima sólo porque me había parecido el más fácil de acometer? Ahora que veía un dios en el nombre Mar ¿no debía ponerlo en el primer puesto? Juzgué que sí y cambié sin más el título por el de Libro del Mar del Pueblo de Chile.
   Libro del Mar del Pueblo de Chile... El mar pasaba al primer puesto y el pueblo y Chile quedaban con papeles de testigos. Publicado el libro, sus lectores se referirían a él llamándolo "libro del mar" a secas, cosa ni equívoca ni reductora. ¡Sí! Libro del Mar del Pueblo de Chile era una ordenación más justa de los cuatro nombres que me habían caído del cielo y al mismo tiempo el mayor programa que podía proponerme combinándolos.
Mas al poco tiempo de haberlo adoptado, la soberbia del nuevo título me sumió en otro mar de confusiones. Querer escribir un "libro del mar" era una demasía que enturbiaba mi condición de suplicante. Pensé en Hornero y en la discreción con que contempla el mar en el espejo del pellejo de Ulises, jamás de hito en hito; pensé en Apolonio de Rodas y su mar recamado de alusiones; en Ovidio y su ultramarina tristeza; en Sannazaro y el cabrilleo de sus mares silvestres; en Aldana y su conversación de la eternidad a lo largo de la orilla; en Basho, en los pétalos que vio en las olas; en Coleridge, su mar del crimen y su mar del arrobo; en Von Chamisso y su eremita marino; en Melville y la máscara blanca de su océano; en Conrad y sus atisbos desde la cofa del corazón humano; en Stevenson y su defensa del santo de la isla de la lepra... Ninguno de ellos había arrostrado al dios del Mar; hacerlo no hubiera sido extremarse como poetas sino querer saltar por sobre el hombre.
   Entendí al fin que la diferencia decisiva a favor del primer título -Libro del Pueblo del Mar de Chile- estaba en que con él yo no me llegaría hasta el Mar a solas sino entre los suyos. Lo que Ulises fue para Hornero y Moby Dick para Melville lo sería el pueblo del mar para mí: un velo con que presentarme ante el dios sin descaro.
   Elegido el título, también quedó definido mi trabajo. Por un lado recorrería el espacio que Chile le deja al pueblo del mar para reconocerlo; y por otro lado, presentaría las pruebas de mi pertenencia a tal pueblo. En cuanto al dios, él se encargaría de mí.

I - 2. UNA NOTICIA CELESTE

I
APRESTOS

2   UNA NOTICIA CELESTE 

   Venus, Júpiter, Marte, el cúmulo estelar de La Colmena y la Luna aparecieron una mañana en el firmamento de papel que consultamos a diario. No era una noticia de primera magnitud. En un ángulo de una de las páginas interiores, el observatorio del cerro Tololo anunciaba que entre el 15 y el 23 de junio habría una conjunción excepcional de cinco objetos en el cielo. Hacia el noroeste, Venus, Júpiter y Marte formarían un pequeño triángulo y la Luna en creciente los rondaría. Quien mirara esta conjunción con binoculares vería, además, el cúmulo La Colmena de la constelación de Cáncer. Como si esto fuera poco se informaba que un eclipse de Sol acaecería el día jueves 11 de julio, que sería parcial para el centro y norte de Chile y total para Hawai, Baja California, México, Costa Rica, Panamá y el norte de Brasil.
   Al leer estas noticias todas mis dudas acerca de las señales se vinieron al suelo. ¡La noche reunía cinco estrellas para hospedarme! ¡Tres dioses se adelantaban a recibirme! ¡Y hasta el mismo sol me haría un guiño!
   Hasta el minuto en que leí la noticia, el viaje al que me aprestaba no suponía día ni noche: una luz ideal iluminaría parejamente horas y cosas. Es la luz que nace del mapa; luz en que la tierra parece una ristra de datos tendida en el vacío; luz que alumbra una tierra de kilómetros en vez de distancias, de puntos en vez de lugares; de tiradas y no de jornadas; de escalas y no de estadías. Mas de repente, gracias al Tololo, mi trayectoria futura se alzaba con un cielo dotado de noche y conjunciones, día y eclipse. ¡Mi viaje pasaba del mapa al cosmos! Y aunque yo suspendiera momentáneamente las interpretaciones poéticas de la noticia según las claves de Júpiter, Venus, Marte, Luna, Sol y Colmena; aunque me dijera que sólo el viaje aclararía si había o no misterio en la aparición de tales nombres venerables, saltaba a la vista y quedaba desde ya sentado que en virtud de la conjunción y el eclipse, el cielo diurno y el cielo nocturno iban a figurar ineludiblemente en el día y la noche de mi jornada.
   Un poeta peregrino japonés de los que solían caminar cien leguas hasta un monte famoso para ver un plenilunio habría considerado vulgarísimo, indigno de un poeta, reparar en anomalías celestes; pero ¿cómo podía despreciarlas yo, habitante de una ciudad sin cielo y agente de una época sin firmamento? Los cuerpos celestes modernos sólo aparecen cuando hacen noticia, en las raras ocasiones en que un editor presume que una voltereta astral está a la altura de un público habituado a los apocalipsis. Nadie lee hoy las "letras de luz" que vio Quevedo en el cielo nocturno. Y en¬tre quienes leen las letras negras no hay muchos que reparen en Venus o Júpiter cuando el texto incluye estrellas de magnitud tanto mayor como son Sida o Misil o Crisis. Así es que, lejos de avergonzarme, me alegré de haber reparado en el anuncio del Tololo.
   En el fondo de los fondos, yo me sabía a merced de las excepciones. Sabía que mis posibilidades de contemplar un ocaso cualquiera eran casi nulas si un eclipse de sol no me enseñaba a hacerlo; que jamás apreciaría la apoteosis diaria de las estrellas si no me la presentaba un elenco de lujo en una conjunción única como la prevista por el observatorio. El viaje mismo que me aprestaba a hacer era una excepción en mi vida de esposo, padre e ingenio. Rodaría fuera de la órbita que describía alrededor de mi cama, mesa y casa; la fuerza gravitacional de unos nombres me lanzaría de un sitio a otro en una carrera de conjunciones y eclipses inauditos: Balcells en Hornopiren; B. en Pisagua; B. en Aucar; B. en El Temblador; B. en Niebla. Gracias al viaje la bóveda de mi memoria se llenaría de estrellas nuevas; gracias al viaje yo escribiría con letras negras una noche en que los lugares brillaran, en que cada lugar visitado adquiriría la soltura de una estrella. Gracias al viaje mi lector podría urdir constelaciones.
   Con las manos puestas ya en el manubrio y el artículo del observatorio pegado en mi cuaderno, todavía no me decidía a llevar una guía caminera. La guía de Chile con sus mapas, ¿no sería lo opuesto a esa noche que quería tender al viajar? ¿No me haría tomar un túnel lleno de avisos reflectantes por una noche cuajada de astros? Pero si descartaba la guía y me largaba así no más, las ruedas del furgón exigirían igualmente caminos y los caminos me llevarían igualmente a los lugares nombrados en la guía. Para desprenderme realmente de la guía habría tenido que partir a pie, a campo traviesa, relegando recuerdos, eludiendo encuentros, esquivando avisos y hasta la última senda hecha por pie humano. ¡La misma vuelta del que vuelve sobre sus pasos me habría estado vedada! No. La guía -la impresa en papel, la grabada en mi memoria, la tatuada en la extensión- me acompañaría por todas partes quisiera yo o no. Y para anular su claridad espuria y salvar la noche que proyectaba tender a lo largo de la costa de Chile yo no tendría más recurso que los seres humanos que fuera encontrando, los astros vivientes.

I - 1. LA OCASIÓN DE PARTIR

I
APRESTOS

1   LA OCASIÓN DE PARTIR 

   Todo estaba listo: vehículo, viático, avíos, itinerario, un tiempo que podría durar meses, un lugar para el viaje en el libro que estaba escribiendo y una fe vehemente en la tierra y en su poder de llevarme a las afueras del mundo... Sin embargo, no encontraba la ocasión de partir.
   Como un rey mago montado en su camello e inmóvil bajo la luz del sol, dejaba pasar el tiempo sin ceder a las tentaciones de ninguno de los caminos visibles. ¿Esperaba acaso un signo? Pero yo no creía que mi razón fuera de una naturaleza distinta a la noche, ni que mi voluntad fuera menos misteriosa que la estrella. Si todo estaba listo para el viaje y yo pronto; si después de años de meditación, lecturas y diligencias me encontraba al fin en el punto de partida, ¿qué minuto de partida más exacto quería esperar?
   Día tras día me paseé por la ribera del Mapocho ventilando mi vacilación. Como de una gruta a otra pasaba bajo los sauces espaciosos mirando entre uno y otro el río a retazos. Sus aguas inmundas corrían por el cauce como si huyeran del cielo; pero su murmullo conservaba la pureza de un torrente de cordillera pese al ruido envilecedor de la avenida contigua. De ese río que no callaba su desprendimiento quería yo aprender a irme sin dar un primer paso, a irme sin partir.
   Una de esas tardes junto al río en que siempre era domingo vi llegar una bandada de gaviotas. ¡Al pie de la cordillera de los Andes las hijas del Océano Pacífico! ¡En el corazón de la urbe las nativas del litoral! Sobrevolaron el río entre antenas de acero y torres vidriadas y fueron a arremolinarse en la orilla donde estaba varado el cadáver de un perro. Sus chillidos se alzaron entonces por sobre el inmenso rezongo de la ciudad. ¿Cómo no iba a creer que el mar las enviaba desde el otro lado del cielo para intimarme a emprender la marcha hacia sus costas?
   Sin embargo, al otro día, cuando volví a ver las gaviotas arranchadas en un islote de arena en medio del cauce, ya su grito había perdido su poder convocatorio.
   No por ello dejé de frecuentar las márgenes del río. Pensaba que el Mapocho era la única brecha de Santiago, el único paso de la tierra por la ciudad. Y que si un ciudadano desasosegado se allegaba a él se asomaba al menos a una lejanía. Al torrente de agua inmunda y rumor puro se allegaban, igual que yo, parejas sin dinero, parejas sin porvenir, parejas anómalas, individuos en busca de pareja, individuos que eran restos de parejas, seres que iban y venían por la ribera bajo los sauces como por el andén de una estación abandonada. Y el río, más parecido a un horizonte que a un tren, ni se acercaba ni se alejaba.
   En uno de esos días de incertidumbre me asaltó la idea de emprender el viaje con una mujer. Imaginé unos ojos color vado, una voz fluente, un cuerpo de meandro, una vida navegable... Ella pasaría a buscarme. Pasaría a buscarme como si nuestras personas, el día, la hora y la ruta hubieran sido convenidos inefablemente, como si el viaje fuera el puesto del amor. Mas mi viaje se achicaba a medida que la imagen de la mujer se precisaba. A cada gracia nueva suya, la tierra a la que ella debía conducirme perdía dimensión. Llegada al colmo de su belleza, toda la tierra habría quedado reducida a una peana bajo sus pies.
   Leyendo a Hornero en las noches lo oía hablarme de mi ilusión: "Elena porque es bella, Calipso por apasionada, Penélope por fiel, cada mujer hallará el modo de detener te. Las murallas de Troya, las olas que ciñen a Ogigia, los pretendientes que se agolpan en Itaca: ¡tales son los ruedos que ellas pueden ofrecerte! Si quieres conocer las afueras hazte digno de Atenea. Los reinos son de la mujer, las afueras de la virgen." Y en el tímpano de mi corazón resonaba largamente el nombre de la virgen. Así, en lugar de partir con una mujer y confinarme en su reino, Hornero me invitaba a ser casto; me invitaba a no dividir el tiempo en esperas y oportunidades; a no dividir el espacio en accesos y posesiones; me invitaba a consagrarme al viaje como a una forma exaltada de abstención; me invitaba a viajar hacia la tierra sin contar mis pasos, sin ganar el sustento de mis pies; me invitaba a acercarme a la tierra apoyándome en su pura mirada y a devolverle la sonrisa aunque ella retrocediera, aunque no se dejara abrazar nunca.
   Comprendí al fin mi error y dejé de esperar. Y entonces, la mañana del día en que me iba, me sorprendieron unas estrellas.