II
POR LA COSTA DEL NORTE14 EL TRONO DEL POETA
"Nasho", volví a llamarme cuando vi que una gaviota cogía el corazón ennegrecido de la manzana y se lo llevaba volando: "anoche pronunciaste tu apodo con una ese sibilante, igual a la de Basho. Hoy no la tendrás gratis. Si quieres ganarte esa ese tendrás que meter en tres breves versos Chigualoco, la pelirroja, la luna del cielo y la luna de la manzana, todo tal como lo habría escrito tu poeta nipón andarín".
Instalé la sila plegable en la arena frente al mar y a la luz del cielo nublado me puse a escribir. Once poemas escribí de tres versos. No quedó ninguno. Los versos no pasaron por el castellano más que para declinar mis atenciones. Y así fue cómo me vi obligado a reconocer que la luna de la manzana era un presente de Basho, no un hallazgo mío.
Con los pies medio enterrados en la arena, el archivador de hojas blancas en una mano, el lápiz de pasta azul en la otra y en la falda el libro de Basho abierto en el pasaje en que habla de la playa de Matsushima, me quedé parpadeando largamente. Tuve una hora de alegría augusta. El poeta es un hombre que no sabe, hasta que se encuentra sentado en él, dónde está su trono. Los demás lo saben, se descrisman por sus tronos, mas cuando los ocupan los desconocen, no se hallan. Un poeta puede creerse poeta porque se sienta a escribir versos; es realmente poeta porque se sienta a escribir en una de las playas de Chile una mañana nubosa y de pronto queda sentado a la diestra del universo. Como un dios harto de prodigarse, la arena, las olas, los pájaros, las nubes y el sol se recogieron de consuno. Perdí la tierra; creí caer en un abismo, pero antes de que mediara un ay me hallé ¡oh maravilla! en un trono de palabras. Y así, durante la hora en que escribí y taché estuve aparte pero a la altura del universo retrepado. El universo y yo fuimos dos reyes que no poseen en común un grano de sal, que no podrían medir armas ni parangonar genealogías y que sin embargo se tienen juntos porque cada cual tiene para sí que el otro es su corona. ¿Puede un poeta descender de dicho trono con otra cosa que tachaduras? ¿Qué diríamos de un mar que conservara una ola enarcada o del dios que preservara a un lirio? Cuando un poeta da por hecho los versos que escribe, necesariamente está degradado: recuerda, nada más, quién es. Porque durante la hora regia en que las palabras lo tienen a la altura y las tachaduras a un lado del universo, apenas escribe un verso lo raya; apenas raya un verso escribe otro, no porque los juzgue sino porque dispone de las palabras como Yahveh de su verbo y de las rayas como Zeus de sus rayos: escribe e ilumina, raya y fulmina; y alternando las dos luces, la luz legible y la luz ciega, goza de una autarquía que jamás alcanzaría con una obra consumada. Mas ¿quién aguanta ser real una hora?
Instalé la sila plegable en la arena frente al mar y a la luz del cielo nublado me puse a escribir. Once poemas escribí de tres versos. No quedó ninguno. Los versos no pasaron por el castellano más que para declinar mis atenciones. Y así fue cómo me vi obligado a reconocer que la luna de la manzana era un presente de Basho, no un hallazgo mío.
Con los pies medio enterrados en la arena, el archivador de hojas blancas en una mano, el lápiz de pasta azul en la otra y en la falda el libro de Basho abierto en el pasaje en que habla de la playa de Matsushima, me quedé parpadeando largamente. Tuve una hora de alegría augusta. El poeta es un hombre que no sabe, hasta que se encuentra sentado en él, dónde está su trono. Los demás lo saben, se descrisman por sus tronos, mas cuando los ocupan los desconocen, no se hallan. Un poeta puede creerse poeta porque se sienta a escribir versos; es realmente poeta porque se sienta a escribir en una de las playas de Chile una mañana nubosa y de pronto queda sentado a la diestra del universo. Como un dios harto de prodigarse, la arena, las olas, los pájaros, las nubes y el sol se recogieron de consuno. Perdí la tierra; creí caer en un abismo, pero antes de que mediara un ay me hallé ¡oh maravilla! en un trono de palabras. Y así, durante la hora en que escribí y taché estuve aparte pero a la altura del universo retrepado. El universo y yo fuimos dos reyes que no poseen en común un grano de sal, que no podrían medir armas ni parangonar genealogías y que sin embargo se tienen juntos porque cada cual tiene para sí que el otro es su corona. ¿Puede un poeta descender de dicho trono con otra cosa que tachaduras? ¿Qué diríamos de un mar que conservara una ola enarcada o del dios que preservara a un lirio? Cuando un poeta da por hecho los versos que escribe, necesariamente está degradado: recuerda, nada más, quién es. Porque durante la hora regia en que las palabras lo tienen a la altura y las tachaduras a un lado del universo, apenas escribe un verso lo raya; apenas raya un verso escribe otro, no porque los juzgue sino porque dispone de las palabras como Yahveh de su verbo y de las rayas como Zeus de sus rayos: escribe e ilumina, raya y fulmina; y alternando las dos luces, la luz legible y la luz ciega, goza de una autarquía que jamás alcanzaría con una obra consumada. Mas ¿quién aguanta ser real una hora?