La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




II - 18. EL TEATRO MARINO

II
POR LA COSTA DEL NORTE

18   EL TEATRO MARINO

     ¿Quién podría saltarse en un viaje de reconocimiento un puerto llamado Oscuro? ¿Y si se hubiera llamado Puerto Claro? Probablemente también me hubiera detenido, aunque a descubrir oscuridades. Quien llama claro un lugar de la costa incurre, a priori, en un error; quien lo llama oscuro acertará siempre, aunque sólo sea porque el mar en la costa se llena de solapas. Y si bahías, penínsulas y golfos no son llamados oscuros con mayor frecuencia es porque nadie gusta de hacerle el juego al mar, nadie entrega así como así un paraje terrestre firme como la luz a esa otra forma de la noche que es el mar costero.
     Disminuí la velocidad, salí de la carretera, abrí un cerco alambrado, entré a un campo y seguí una huella que bordeaba el lecho de un arroyo. Bajo un pabellón de sauces llorones, pasé junto a un tranque donde una garza inmaterial se desprendió de su reflejo. Luego subí una ladera abrupta contorneándola hacia el oeste y finalmente entré por arriba, como quien dice por el paraíso, al teatro de Puerto Oscuro. Abajo, el proscenio líquido lucía desierto pero brillante, como si la función fuera a comenzar en cualquier minuto. Una única corrida de palcos con techos, puertas y vidrieras no parecía ocupada por ningún espectador. Al fondo del escenario, mucho más allá de dos paredes rocosas enfrentadas como edificios por sobre un angosto canal azul, un breve tramo de horizonte marino limitaba infinitamente la escena. La entrada en escena de un punto aparecido en ese horizonte, su avance desde la borrosa lejanía hasta llegar al proscenio orillado de olas ha de ser un acto tan prolongado, tanto tiempo debe demorar el punto en convertirse en bote, yate o goleta, detenerse y anclar, que los espectadores de la obra deben ser los seres más pacientes de la tierra. Porque en el teatro de Puerto Oscuro, la entrada o la salida de las figuras flotantes es, como en todos los puertos de la tierra, la totalidad de la representación.
     ¿Qué hubo antes: puertos o teatros? ¿tripulaciones o elencos? ¿capitanes o protagonistas? ¿Qué se construyó antes: tablas para representar la tierra en la haz de las aguas o tablas para representar la vida en la haz de las almas? ¿Dónde hubo antes espectadores, en las costas o en las plateas? Cuando Lucrecio canta: “Dulce es mirar, desde tierra, la ruda brega ajena en alta mar con los vientos que arrebatan las olas, y no por lo de que en sufrir otro un lance hay jocoso deleite; sino porque, libre tú de esos males, dulce es mirar”: ¿qué está contemplando el poeta, el naufragio de un barco o la catástasis de un drama? ¿qué es esa dulzura que experimenta sino catarsis?
     Y aun cuando no haya naufragio o desenlace: ¿no es acaso dulce la contemplación del paso de un barco por el agua? ¿No dice Dante que el mismo Neptuno admiró la sombra de la nave Argo? Acostumbrada a los cantos que ruedan, Tellus soporta el automóvil; Júpiter admite el avión como admite los celajes; pero Neptuno admira el barco porque éste no se compara con nada que conozca; nada, excepto el barco, se yergue y arroja sombra en la haz de sus aguas.
     “Antes de que hubiera naves los mares languidecían en inerte somnolencia”, canta Estacio. Y si en su formulación substituyo “naves” por “puertos” y “mares” por “costas”, y declaro: “Antes de que hubiera puertos las costas languidecían en inerte somnolencia”, ¿distorsiono al poeta? Y si voy un paso más allá y substituyo “puertos” por “teatros” y “costas” por “ciudades” y declaro: “Antes de que hubiera teatros las ciudades languidecían en inerte somnolencia” ¿distorsiono acaso al poeta? La nave despierta al mar, el puerto a la costa, el teatro a la ciudad: luces de Puerto Oscuro.
     Aquí, por primera vez en el viaje me hallo en un sitio donde echo de menos una casa; donde a ojos vista hay que tener palco con mesa, cocina y cama para asistir a la obra local. Escribiendo, comiendo o soñando en una pieza de madera llena de nudos durante quién sabe cuántos solitarios y silenciosos días, yo vería a través de una salpicada vidriera la obra sin trama, trance ni fin, la obra limitada a la pura máquina, a la pura intervención de unas embarcaciones sobrenaturales en la ensenada angosta. Y en la noche, tendido en la cama, oiría el fragor de la tramoya ardorosa de las olas, y recordaría con pena no exenta de desdén a los que no estuvieran presentes, a los que no asisten a la obra de Puerto Oscuro, a todos los que por ignorancia, miopía, abulia o infortunio se pierden Puerto Oscuro diseminados en el descomunal foyer del continente. Y habría imaginado que la mitad de ellos gemía o rechinaba los dientes y que la otra mitad no acababa de repetir: “¿Has visto? ¡Balcells en Puerto Oscuro!” Y en mi palco oscuro y rumoroso yo habría susurrado: “Sí, heme aquí de por vida”.
     Así mi vida en Puerto Oscuro habría brillado lejos; y Puerto Oscuro en mi presencia habría cambiado de oscuridad.

II - 17. EL TENTEMPIÉ ESENCIAL

II
POR LA COSTA DEL NORTE

17   EL MANCO Y EL DIABLO

     Hace catorce años un tiro de dinamita se llevó la mano, el antebrazo y parte del brazo que, de no ser así, hoy el tío Lucho me habría extendido cortésmente. ¿O fue su desgracia la que le enseñó maneras? Por no dejar la mía extendida en el aire, la tomó con su mano única y la soltó algo después de lo que se estila entre hombres ilesos. Las otras seis o siete manos que en esa apartada caleta podrían haber estrechado la mía, y que pertenecían a hombres con dos, no dejaron sus tareas, sus cigarrillos o sus bolsillos. Tampoco les tendí la mía.
     En verdad, Puerto Manso no era un lugar al que uno llega estrechando manos. Excavada en el borde de una llanura yerma, la caleta parecía un escondite, un hoyo que nadie encontraría a menos que anduviera buscando un sitio donde no pudiera ser encontrado. Y de prófugos era el aire de sus pescadores. A no ser por el tío Lucho o, mejor dicho, a no ser por la mano que faltaba en Puerto Manso y que, potente como la de un hechicero, había convertido a uno de los salvajes en persona con su sola desaparición, yo no habría podido detenerme en el lugar, no habría oído una palabra dirigida a mí.
     La mano perdida; la mano que lo había dejado con un cuerpo mil veces más torpe, ante un mar mil veces más difícil y entre unos hombres mil veces más duros; la mano cuya deserción, catorce años después de ocurrida, aún hería su amor propio como la de una esposa que lo hubiera dejado por un nadie; esa mano suya, presente pero invisible, aferraba al tío Lucho y lo obligaba a cantar ante el primer venido la fea historia de su mutilación sin permitirle intercalar ni una disculpa, ni una queja, ni un suspiro. Así, al oír a un manco uno escuchaba a una mano. Y la mano refería cómo había cogido un cartucho de dinamita con la mecha encendida; cómo lo había alzado sobre la cabeza y más atrás; cómo se había aprestado a lanzarlo a las aguas llenas de merluzas; cómo había estallado el cartucho antes de tiempo; cómo habían volado sus uñas, sus carnes y sus huesos y ensangrentado el agua alrededor del bote. Tiempo después, ya convertida en una mano invisible, había buscado sus dedos en las mangas derechas de los vestones, en los bolsillos, en las asas, en el talle de las mujeres. Convencida al fin de su falta había decidido hablar. Y ahora, cada vez que algún forastero se acercaba al manco y reparaba en su muñón, ella salía a la luz, se alzaba y volvía triunfalmente a volar como si el viejo error que la había aniquilado fuera el colmo de la destreza para una mano de palabras.
     Mientras escuchaba al pescador, yo me decía: ¿cómo no ha cambiado de oficio después de perder una mano y ganar semejante labia? Vendedor ambulante: ¿qué artilugio no vendería? Mendigo callejero: ¿quién le negaría una limosna? Adivino de población: ¿cuántas mujeres no harían cola para que les leyera las manos? Si seguía dedicado a la pesca, ¿no sería porque esa mano que había sido suya cuando ra de carne lo obligaba a hacer las mismas cosas siempre para brillar por su ausencia, para faltarle a sus anchas?
     Para mostrarme su habilidad, el tío Lucho componía una red valiéndose de la zurda y de los dientes. Mas yo miraba fascinado la manga vacía de su chaqueta que, agitada por el viento, amagaba ademanes imperiosos como si la llenara el brazo de otro ente, de un amo invisible que  tenía al manco por siervo para que atendiera las miserables cosas que son de ver. De súbito me di cuenta de que en todo Puerto Manso había una parte que no podía verse, dominio del amo de la manga vacía. En el leve olor a podredumbre de la quebrada guardado en una urna de nubes puras; en las caras humanas y los escorzos lobunos de los pescadores; en las sombras resbaladas de sus chozas; en sus botes que yacían como animales desjarretados. Incluso en el nombre de la caleta. Porque en el letrero de mala muerte en que lo leí, no decía Manso sino Manzo, con una ceta; ceta ésta que se apartaba tanto de lo común que, lejos de considerarla un error o una demasía ortográfica, comprendí que había sido escrita para salir de un terrible apuro, para no tomar partido entre una ese y una ce, para no zanjar entre Puerto Manso –nombre neto, añoso y amable– y un nombre inaudito que debió tentar al letrerista hasta el límite de sus fuerzas: el duro, avieso, demoníaco nombre de Puerto Manco.
     Al irme de allí… ¿quién de los dos sería el que me invitó a regresar: el siervo lisiado o el amo de la manga vacía? Ese día creí que había sido el tío Lucho, y lo oí con gran placer. Semanas más tarde, cuando venía de vuelta del norte y llegué a la altura de Puerto Manso, recordé la invitación pero ya no estuve tan seguro acerca de su proveniencia. Hice un alto al borde de la carretera y traté en vano de recordar la cara del pescador. En cambio su voz resonó en mi memoria; una voz que salía de una garganta más honda que la hondonada en donde la había escuchado; una voz que, en verdad, yo no quería volver a oír en mi vida; una voz de otro tío…

          Todos somos sobrinos del Diablo al nacer;
          al morir son contados los hijos de Dios.

          La Tierra es primeriza cada vez que espera;
          tiembla de miedo cuando el día se avecina,
          rompe aguas y nos pare antes de tiempo siempre
          y el mal que nos hace la luz es tan profundo
          que nadie excepto el Tío nos estima viables.

          Somos los prematuros que pare la Tierra
          y que el Diablo incuba en sus bolsillos sin fondo
          durante el sueño que llamamos una vida.

          Dios no se ve; la Tierra es fosca; el Diablo un lince:
          no ver al Padre, ver apenas a la Madre,
          y ser vistos por el Tío es nuestro acerbo.
          Mas por mucho que el Padre de todos se oculte,
          que la Madre de todos se desembarace,
          y que el Tío no tenga a nadie por oscuro,
          tú y yo no seremos siempre semejantes.

          Sabrás que yo, que no soy tú que estás leyendo,
          yo escribo para ver si un día me distingo,
          yo escribo para ver si un día me distingues,
          para ver si el Diablo deja de esclarecerme,
          la Tierra de resumirme y a Dios extraño. 

II - 16. EL TENTEMPIÉ ESENCIAL

II
POR LA COSTA DEL NORTE

16   EL TENTEMPIÉ ESENCIAL

     Trastabillé por entre rocas filudas y cactos nimbados de espinas y fui a parar a una orilla extraña. Punta Lobería parecía un salón monumental en el que una tribu de vándalos había celebrado jaranas inimaginables. Su pavimento de rocas estaba cubierto de grandes conchas blancas manchadas de vómito lila que sonaban como ocarinas cuando las pisaba. Pasé por entre pedestales que habían perdido sus colosos, secciones de artesonados fósiles, cornisas brotadas de algas, muros con nichos vacíos y llegué hasta un enorme umbral en donde el mar aún se presentaba flordelisado de espuma. A ambos lados estaban posadas aves con las alas desplegadas como en los blasones.
     Aparte de la destrucción inmensa, de la tribu de mariscadores no quedaba más rastro en el paraje que una hilera de rucas hechas con varas de eucaliptus y láminas de polietileno negro que chasqueaba cerca de la orilla. A través de sus roturas examiné los interiores vacíos; en todos había basura añeja y sin olor, y uno que otro harapo. Bajo uno de los toldos, sin embargo, había una mesa chica, destartalada y mugrosa con tres patas metidas en la arena y sobre ella una ollita cubierta de tizne.
     Por la sola circunstancia de hallarse todavía arriba de la mesa y no tirada en un rincón con las basuras, la ollita parecía contener un concho de humanidad, un tentempié esencial que el tiempo no había pudrido y que yo comí con mis ojos gozosamente. Y que no me animé a tocar. Algún día le haría falta a alguien. Algún día otro transeúnte abrumado por la desolación de Punta Lobería descubriría la ollita puesta sobre la mesa y se recobraría. Se esfumaría de su mente la horrible escena que el sitio inspira protagonizada por una manada anfibia compuesta de machos y hembras negros, lívidos, requemados por el sol y la sal; una manada de feroces animales que esparcidos en las aguas las registran con emperramiento infatigable; que tienen una especie de voz articulada, y que cuando salen del mar andando sobre sus extremidades inferiores presentan una cara humana; que al caer la noche se esconden en sus guaridas donde engullen algas y moluscos que no han sembrado ni cultivado. ¡Salvaje visión borrada de mi espíritu gracias a dos trastos insuperablemente yuxtapuestos!
     Contemplé largo rato la mesa destartalada con la ollita negra encima. Viajas, me dije, para encontrar tesoros como éste. He aquí la joya que nunca habrías imaginado en casa y que ningún amigo podría regalarte. Y sin embargo no viajas para ver, ni ves para creer. Al contrario: el mundo se extiende delante tuyo para ahorrarte un corazón, para que viéndolo todo no tengas nada en qué creer. Cuando de repente crees, cuando reconoces como ahora un tesoro, no lo reconoces porque haga contraste con la desolación visible –como un anillo en el fango– sino porque la desolación visible te ciega de repente en un punto. Así, aquí, ahora, la palabra desolación desaparece junto con tu vista y este tesoro en el que crees a ciegas exige el sol de una nueva palabra para dejarse ver. Y tú escoges –¿qué otra?– la palabra hospitalidad. En virtud de tal palabra, la mesa y la ollita abandonadas son la mesa y la ollita preparadas, y el mundo desolado de Punta Lobería es un mundo en ciernes.
     Del Ulises que combatió en Troya dos poetas –Demódoco y Femio– cantan las hazañas: ninguno de los dos estuvo en aquel sitio. No haber estado presentes y, sin embargo, cantar como ellos lo hacen es la prueba conmovedora del amor que les tiene la Musa. Porque los ama, la Musa mantiene a sus poetas lejos del sitio donde impera la fuerza; porque los ama, les inspira un canto que salva la distancia.
     Pero el otro Ulises, el de la errancia por los mares, no tiene un poeta que lo cante. Ningún Femio acomodadizo ni ningún Demódoco invidente canta su paso entre Escila y Caribdis, su visita al país de los difuntos, sus amores con diosas: Ulises mismo los canta. Es que a diferencia de la Fuerza (tema esencial de la Ilíada según Simone Weil) que sólo puede ser cantada transportándose, la Hospitalidad (tema esencial de la Odisea a mi parecer) sólo puede ser cantada de cuerpo presente.
     En la Odisea, Ulises quiere regresar de Troya a su patria, Itaca; pero a éste propósito inicial, el héroe superpone otro inconmensurable. Ulises quiere convertirse en el testigo de Zeus Xenios, el Zeus de los forasteros y los suplicantes; Ulises quiere ser el huésped de todos los seres dotados de palabra, de los reyes y los porquerizos, de los vivos y los muertos, de los mortales y los inmortales; Ulises quiere dar al mundo el orden de la Hospitalidad.
     Su transformación de héroe de la Fuerza en héroe de la Hospitalidad (que, bien entendido, no excluye la fuerza, como lo atestiguan el ojo saltado del cíclope –ese anti-huésped– y los cuerpos asaeteados de los pretendientes de Penélope –esos pseudo huéspedes-), su transformación de guerrero en poeta se manifiesta como un despojamiento. Sólo el día en que queda despojado de todo: de secuaces, de embarcación, de armas, de ropa, de vigor, de gracia, de astucia, Ulises encuentra su Musa bajo la figura de Nausicaa y, acogido como un huésped por ella, rompe por fin a cantar.
     Gracias a Ulises, la hospitalidad es a la lejanía lo que la fuerza es al sitio. Pero hoy, que la fuerza copa la tierra, aunque nos desplacemos sitiamos. Así, dondequiera que vayamos vemos los sitios desde el punto de vista de su toma, de su ruina. El viaje mismo es, en cierto modo, un pecado en contra de la hospitalidad. Hoy un hombre viaja porque sospecha, porque no cree lo que le han contado, porque su corazón no es capaz de hospedar una tierra de oídas. Ver con sus propios ojos se dice “autopsia”. Y esta palabra que designaba el examen personal de lo lejano no por casualidad designa hoy el examen que se emprende cuando nos huele mal una muerte, cuando nos huele a fuerza. Así en mi caso debo decir que salí por la costa de Chile porque una lejanía amada llegó a sonarme tan hinchada, helada y hueca que no pude sino emprender su autopsia. La emprendí, y cuando en el mundo ido al suelo hallé una olla sobre una mesa, vi el rastro de una mano que no había sido movida por la fuerza y me apresuré a reconocerla en nombre de la hospitalidad. ¡Milagro! ¿Cómo no creer que esa olla está puesta para mí? ¿Cómo callar el eureka (que no existe) del poeta, y el salve (que ya no existe) del huésped al servirme de esa olla en Punta Lobería?