La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




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II - 8. ENCUENTRO CON JONÁS

II
POR LA COSTA DEL NORTE

8   ENCUENTRO CON JONÁS

   Unos pocos kilómetros al norte de Polcura me detuve en otro lugar costero. Era mi primer día de viaje y ya se hacía presente un tensión que no me dejaría más: la tensión entre el celo catalogador del viajero y la licencia articuladora del poeta. Según el primero, no debía pasar por alto un solo lugar con nombre de la costa de Chile; la segunda me exigía saltarme muchos lugares para no perder la trama del viaje. En la disyuntiva será mi cuerpo -mi don de aliento-el que seguramente irá zanjando cada vez.
Pero yo que devoro el libro de Jonás dos veces por año no me habría perdido la playa de La Ballena aunque el ritmo más irresistible me instara a seguir camino. Una playa llamada La Ballena tenía que tenerme reservada más de una maravilla.
¡Qué difícil fue encontrar la playa en el desolado loteo que la escondía! Las anchas peladuras terrosas por las que conduje el furgón de tumbo en tumbo; los pinos deformes y los aromos desgajados; los bungalows y chalets tapiados, a cual más barato y peripuesto; los carteles que se caían en los retazos invendibles del erial, todo parecía puesto adrede para contrarrestar el nombre maravilloso. Allá en Santiago, me dije, los dueños de estos tristes chalets sueñan que son grandes marinos, que son héroes que no se han achicado ante el espacio del mundo ni se han quedado cortos en el cálculo de su propia leyenda. Allá en Santiago, los dueños sueñan que este desparramo de reductos es una flota que tiene bloqueada la playa de La Ballena para que ningún advenedizo acceda a ella sin rendir sus ilusiones, para que nadie que llegue atraído por el nombre vaya a creer que hay algo detrás de él.
Con furia creciente circulé por los astutos vericuetos de los loteadores, y tras dar vueltas y más vueltas di por fin con el único camino que conducía hasta la playa. En la pequeña playa había un hombre. El seno de arena rosa tendido ante un mar en la cumbre de su arte de atardecer acogía al solitario con una candidez que me desarmó. Parado a prudente distancia del agua y con su brazo derecho semiextendido en esa postura del pescador de orilla que parece una presentación de credenciales al mar, el hombre estaba a sus anchas en la playa aunque pertenecía sin lugar a dudas a la ralea de los dueños de los bungalows. Su gorro variopinto de lana, su cortaviento azul con gran sigla, sus flamantes botas de goma, su morral lleno de hebillas, el reflejo cosmopolita del horizonte rojo en sus anteojos verdeoscuros, la ansiedad incompetente de sus pases piscatorios, nada suyo hacía mella en el candor de La Ballena. Aunque un personaje así puesto en un jardín habría adocenado con su facha a las flores, la pequeña playa lo incluía en su soledad invernal como habría incluido a una foca o a un ave migratoria llegada del otro lado de la tierra. ¿De dónde sacaba la playa su resistencia inaudita?
Me aproximé al hombre caminando lentamente por la arena silenciosa. Suponía que había visto llegar mi furgón y que estaría preparado para mi acercamiento. Pero como a la luz del anochecer los rasgos se emborronan y los bultos se agigantan, consideré que debía prevenir cualquier aprensión y me detuve a unos diez pasos suyos. Le pregunté por la pesca.
-Malona -murmuró sin mirarme. Le pregunté por el pescado que tenía a sus pies.
-Un tomollo -dijo y lo topó con la punta de su bota. Le pregunté por el nombre de la playa.
-La Ballena -respondió y se volvió hacia mí con incierta sonrisa.
Como si hubiera pronunciado un ensalmo, apenas el solitario pronunció el nombre de la playa, la playa se transformó en un vientre de arena y aire que lo contenía, en un cuerpo de arena orlado de espuma que lo transportaba y en una boca de arena guarnecida de escollos que lo vomitaba en tierra firme. Y yo me hallé ante Jonás.

I - 1. LA OCASIÓN DE PARTIR

I
APRESTOS

1   LA OCASIÓN DE PARTIR 

   Todo estaba listo: vehículo, viático, avíos, itinerario, un tiempo que podría durar meses, un lugar para el viaje en el libro que estaba escribiendo y una fe vehemente en la tierra y en su poder de llevarme a las afueras del mundo... Sin embargo, no encontraba la ocasión de partir.
   Como un rey mago montado en su camello e inmóvil bajo la luz del sol, dejaba pasar el tiempo sin ceder a las tentaciones de ninguno de los caminos visibles. ¿Esperaba acaso un signo? Pero yo no creía que mi razón fuera de una naturaleza distinta a la noche, ni que mi voluntad fuera menos misteriosa que la estrella. Si todo estaba listo para el viaje y yo pronto; si después de años de meditación, lecturas y diligencias me encontraba al fin en el punto de partida, ¿qué minuto de partida más exacto quería esperar?
   Día tras día me paseé por la ribera del Mapocho ventilando mi vacilación. Como de una gruta a otra pasaba bajo los sauces espaciosos mirando entre uno y otro el río a retazos. Sus aguas inmundas corrían por el cauce como si huyeran del cielo; pero su murmullo conservaba la pureza de un torrente de cordillera pese al ruido envilecedor de la avenida contigua. De ese río que no callaba su desprendimiento quería yo aprender a irme sin dar un primer paso, a irme sin partir.
   Una de esas tardes junto al río en que siempre era domingo vi llegar una bandada de gaviotas. ¡Al pie de la cordillera de los Andes las hijas del Océano Pacífico! ¡En el corazón de la urbe las nativas del litoral! Sobrevolaron el río entre antenas de acero y torres vidriadas y fueron a arremolinarse en la orilla donde estaba varado el cadáver de un perro. Sus chillidos se alzaron entonces por sobre el inmenso rezongo de la ciudad. ¿Cómo no iba a creer que el mar las enviaba desde el otro lado del cielo para intimarme a emprender la marcha hacia sus costas?
   Sin embargo, al otro día, cuando volví a ver las gaviotas arranchadas en un islote de arena en medio del cauce, ya su grito había perdido su poder convocatorio.
   No por ello dejé de frecuentar las márgenes del río. Pensaba que el Mapocho era la única brecha de Santiago, el único paso de la tierra por la ciudad. Y que si un ciudadano desasosegado se allegaba a él se asomaba al menos a una lejanía. Al torrente de agua inmunda y rumor puro se allegaban, igual que yo, parejas sin dinero, parejas sin porvenir, parejas anómalas, individuos en busca de pareja, individuos que eran restos de parejas, seres que iban y venían por la ribera bajo los sauces como por el andén de una estación abandonada. Y el río, más parecido a un horizonte que a un tren, ni se acercaba ni se alejaba.
   En uno de esos días de incertidumbre me asaltó la idea de emprender el viaje con una mujer. Imaginé unos ojos color vado, una voz fluente, un cuerpo de meandro, una vida navegable... Ella pasaría a buscarme. Pasaría a buscarme como si nuestras personas, el día, la hora y la ruta hubieran sido convenidos inefablemente, como si el viaje fuera el puesto del amor. Mas mi viaje se achicaba a medida que la imagen de la mujer se precisaba. A cada gracia nueva suya, la tierra a la que ella debía conducirme perdía dimensión. Llegada al colmo de su belleza, toda la tierra habría quedado reducida a una peana bajo sus pies.
   Leyendo a Hornero en las noches lo oía hablarme de mi ilusión: "Elena porque es bella, Calipso por apasionada, Penélope por fiel, cada mujer hallará el modo de detener te. Las murallas de Troya, las olas que ciñen a Ogigia, los pretendientes que se agolpan en Itaca: ¡tales son los ruedos que ellas pueden ofrecerte! Si quieres conocer las afueras hazte digno de Atenea. Los reinos son de la mujer, las afueras de la virgen." Y en el tímpano de mi corazón resonaba largamente el nombre de la virgen. Así, en lugar de partir con una mujer y confinarme en su reino, Hornero me invitaba a ser casto; me invitaba a no dividir el tiempo en esperas y oportunidades; a no dividir el espacio en accesos y posesiones; me invitaba a consagrarme al viaje como a una forma exaltada de abstención; me invitaba a viajar hacia la tierra sin contar mis pasos, sin ganar el sustento de mis pies; me invitaba a acercarme a la tierra apoyándome en su pura mirada y a devolverle la sonrisa aunque ella retrocediera, aunque no se dejara abrazar nunca.
   Comprendí al fin mi error y dejé de esperar. Y entonces, la mañana del día en que me iba, me sorprendieron unas estrellas.