II
POR LA COSTA DEL NORTE10 VISIÓN DE LAS BESTIAS
A una alta hora de la noche desperté, palpé mi muslo izquierdo y me dije: aquí termina el viaje. Lo sentí enormemente hinchado, con esa hinchazón indolora típica de la sangre embolsada. Aterrorizado, recogí mi mano y me puse a pensar en mi edad. ¡Qué ironía! Ahora que gracias a mis años sabía dónde poner los pies, mi cuerpo caía en unos precipicios interiores que yo ignoraba absolutamente. Volví a despertar cuando la luz del sol aclaraba ya la caja de hojalata blanca y húmeda en la que yacía boca arriba. De un tirón corrí el cierre relámpago del saco de dormir, me senté v examiné mi muslo. Estaba igual al otro. Salté fuera del furgón y di unos pasos, atento a cualquier síntoma. Nada. ¡Soñaste! me dije. Y medio desnudo como estaba me puse a cojear en la arena para burlarme de mi terror. Pero yo sabía que mi terror no había sido producido por un sueño, y remedar a un cojo no bastó para tranquilizarme. Volví al furgón y me metí nuevamente en el saco. Temblaba de frío y de recelo. Pensé en los ángeles que baldan a los hombres. Pensé que lo de la noche podía haber sido una advertencia para que dejara de confundir la costa marina con la celeste.
Un tremendo resoplido interrumpió mi examen de conciencia. Corrí la puerta lateral de mi recámara rodante y quedé mirando de hito en hito una pareja de caballos. ¡En mi vida vi animales vivos más esqueléticos y llenos de mataduras! La aridez de la arena en donde hundían sus cascos, el paredón de agrietadas rocas contra el que se recortaban sus figuras, el terral helado que desgreñaba sus testuces y hacía lagrimear sus enormes ojos oscuros, el rugido del mar inmediato que parecía encogerlos, toda la atroz escena fue tan sorpresiva que se me llenaron los ojos de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Las llagas rojas y los costurones blancos del espinazo del alazán! ¡Las patas hinchadas y de rodillas más gruesas que codos de olivo del tordo! ¡Sus pezuñas despeadas, su crin a pedazos, sus orejas desiguales, sus costillas saledizas! ¡Y la luz que no acrimina, la luz intacta de su mirada!
Como uno al que le llegó la hora de rendir cuentas, me vestí y calcé en un instante y salí despacio del furgón. Me figuraba que los dos vivientes tendrían horror al hombre. Pero al verme afuera, desviaron nada más sus cabezas gachas para quedar mirándome de perfil. Aunque compartíamos el suelo de arena ennegrecida por el rocío, las bestias estaban tan herméticamente encerradas en su carne viva que yo me sentía aparte de ellas, tan lejos como se siente un deudo del muerto a quien vela. Mi compasión no las acercaba; tampoco mi cólera contra sus verdugos; tampoco la culpa que sentía por tener yo también pies y manos. El espacio que hubiera querido cruzar en un arranque de ternura se volvió impene-trable como una ventana. Contemplé las afueras donde sufrían los dos inaccesibles seres hasta que al fin, vencido por su silencio, me puse a gritar y a agitar los brazos para ahuyentarlos. Como si hubieran estado midiendo mi aguante, volvieron grupas a una y se alejaron, tan cojos que a cada paso hincaban sus hocicos en la arena.
Desde el balcón de rocas donde había estacionado el furgón los vi salir a la escena deslumbradora de la playa, avanzar hacia el mar que se venía abajo vitoreándolos, virar y seguir por la orilla imperturbablemente. Gaviotas y golondrinas alzaron el vuelo para enjaezarlos con alas y sombras de alas. De súbito, la pareja de caballos se transfiguró en una única bestia fabulosa. Y en ese mismo instante Jonás entró corriendo a la playa y se le aproximó con la mano en alto. La gran bestia se detuvo. El hombre avanzó pasito a pasito hasta tocar una de sus cabezas. Quizás le hablaba: la distancia, el ruido de las olas y el terral que corría esa mañana en La Ballena me impidieron saberlo.
Algo más tarde, un quiltro encogido se puso a rondar el furgón mientras tomaba desayuno. ¡Con qué alivio vi que engullía el pedazo de pan que le eché!
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