La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




II - 16. EL TENTEMPIÉ ESENCIAL

II
POR LA COSTA DEL NORTE

16   EL TENTEMPIÉ ESENCIAL

     Trastabillé por entre rocas filudas y cactos nimbados de espinas y fui a parar a una orilla extraña. Punta Lobería parecía un salón monumental en el que una tribu de vándalos había celebrado jaranas inimaginables. Su pavimento de rocas estaba cubierto de grandes conchas blancas manchadas de vómito lila que sonaban como ocarinas cuando las pisaba. Pasé por entre pedestales que habían perdido sus colosos, secciones de artesonados fósiles, cornisas brotadas de algas, muros con nichos vacíos y llegué hasta un enorme umbral en donde el mar aún se presentaba flordelisado de espuma. A ambos lados estaban posadas aves con las alas desplegadas como en los blasones.
     Aparte de la destrucción inmensa, de la tribu de mariscadores no quedaba más rastro en el paraje que una hilera de rucas hechas con varas de eucaliptus y láminas de polietileno negro que chasqueaba cerca de la orilla. A través de sus roturas examiné los interiores vacíos; en todos había basura añeja y sin olor, y uno que otro harapo. Bajo uno de los toldos, sin embargo, había una mesa chica, destartalada y mugrosa con tres patas metidas en la arena y sobre ella una ollita cubierta de tizne.
     Por la sola circunstancia de hallarse todavía arriba de la mesa y no tirada en un rincón con las basuras, la ollita parecía contener un concho de humanidad, un tentempié esencial que el tiempo no había pudrido y que yo comí con mis ojos gozosamente. Y que no me animé a tocar. Algún día le haría falta a alguien. Algún día otro transeúnte abrumado por la desolación de Punta Lobería descubriría la ollita puesta sobre la mesa y se recobraría. Se esfumaría de su mente la horrible escena que el sitio inspira protagonizada por una manada anfibia compuesta de machos y hembras negros, lívidos, requemados por el sol y la sal; una manada de feroces animales que esparcidos en las aguas las registran con emperramiento infatigable; que tienen una especie de voz articulada, y que cuando salen del mar andando sobre sus extremidades inferiores presentan una cara humana; que al caer la noche se esconden en sus guaridas donde engullen algas y moluscos que no han sembrado ni cultivado. ¡Salvaje visión borrada de mi espíritu gracias a dos trastos insuperablemente yuxtapuestos!
     Contemplé largo rato la mesa destartalada con la ollita negra encima. Viajas, me dije, para encontrar tesoros como éste. He aquí la joya que nunca habrías imaginado en casa y que ningún amigo podría regalarte. Y sin embargo no viajas para ver, ni ves para creer. Al contrario: el mundo se extiende delante tuyo para ahorrarte un corazón, para que viéndolo todo no tengas nada en qué creer. Cuando de repente crees, cuando reconoces como ahora un tesoro, no lo reconoces porque haga contraste con la desolación visible –como un anillo en el fango– sino porque la desolación visible te ciega de repente en un punto. Así, aquí, ahora, la palabra desolación desaparece junto con tu vista y este tesoro en el que crees a ciegas exige el sol de una nueva palabra para dejarse ver. Y tú escoges –¿qué otra?– la palabra hospitalidad. En virtud de tal palabra, la mesa y la ollita abandonadas son la mesa y la ollita preparadas, y el mundo desolado de Punta Lobería es un mundo en ciernes.
     Del Ulises que combatió en Troya dos poetas –Demódoco y Femio– cantan las hazañas: ninguno de los dos estuvo en aquel sitio. No haber estado presentes y, sin embargo, cantar como ellos lo hacen es la prueba conmovedora del amor que les tiene la Musa. Porque los ama, la Musa mantiene a sus poetas lejos del sitio donde impera la fuerza; porque los ama, les inspira un canto que salva la distancia.
     Pero el otro Ulises, el de la errancia por los mares, no tiene un poeta que lo cante. Ningún Femio acomodadizo ni ningún Demódoco invidente canta su paso entre Escila y Caribdis, su visita al país de los difuntos, sus amores con diosas: Ulises mismo los canta. Es que a diferencia de la Fuerza (tema esencial de la Ilíada según Simone Weil) que sólo puede ser cantada transportándose, la Hospitalidad (tema esencial de la Odisea a mi parecer) sólo puede ser cantada de cuerpo presente.
     En la Odisea, Ulises quiere regresar de Troya a su patria, Itaca; pero a éste propósito inicial, el héroe superpone otro inconmensurable. Ulises quiere convertirse en el testigo de Zeus Xenios, el Zeus de los forasteros y los suplicantes; Ulises quiere ser el huésped de todos los seres dotados de palabra, de los reyes y los porquerizos, de los vivos y los muertos, de los mortales y los inmortales; Ulises quiere dar al mundo el orden de la Hospitalidad.
     Su transformación de héroe de la Fuerza en héroe de la Hospitalidad (que, bien entendido, no excluye la fuerza, como lo atestiguan el ojo saltado del cíclope –ese anti-huésped– y los cuerpos asaeteados de los pretendientes de Penélope –esos pseudo huéspedes-), su transformación de guerrero en poeta se manifiesta como un despojamiento. Sólo el día en que queda despojado de todo: de secuaces, de embarcación, de armas, de ropa, de vigor, de gracia, de astucia, Ulises encuentra su Musa bajo la figura de Nausicaa y, acogido como un huésped por ella, rompe por fin a cantar.
     Gracias a Ulises, la hospitalidad es a la lejanía lo que la fuerza es al sitio. Pero hoy, que la fuerza copa la tierra, aunque nos desplacemos sitiamos. Así, dondequiera que vayamos vemos los sitios desde el punto de vista de su toma, de su ruina. El viaje mismo es, en cierto modo, un pecado en contra de la hospitalidad. Hoy un hombre viaja porque sospecha, porque no cree lo que le han contado, porque su corazón no es capaz de hospedar una tierra de oídas. Ver con sus propios ojos se dice “autopsia”. Y esta palabra que designaba el examen personal de lo lejano no por casualidad designa hoy el examen que se emprende cuando nos huele mal una muerte, cuando nos huele a fuerza. Así en mi caso debo decir que salí por la costa de Chile porque una lejanía amada llegó a sonarme tan hinchada, helada y hueca que no pude sino emprender su autopsia. La emprendí, y cuando en el mundo ido al suelo hallé una olla sobre una mesa, vi el rastro de una mano que no había sido movida por la fuerza y me apresuré a reconocerla en nombre de la hospitalidad. ¡Milagro! ¿Cómo no creer que esa olla está puesta para mí? ¿Cómo callar el eureka (que no existe) del poeta, y el salve (que ya no existe) del huésped al servirme de esa olla en Punta Lobería?

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