II
POR LA COSTA DEL NORTE17 EL MANCO Y EL DIABLO
Hace catorce años un tiro de dinamita se llevó la mano, el antebrazo y parte del brazo que, de no ser así, hoy el tío Lucho me habría extendido cortésmente. ¿O fue su desgracia la que le enseñó maneras? Por no dejar la mía extendida en el aire, la tomó con su mano única y la soltó algo después de lo que se estila entre hombres ilesos. Las otras seis o siete manos que en esa apartada caleta podrían haber estrechado la mía, y que pertenecían a hombres con dos, no dejaron sus tareas, sus cigarrillos o sus bolsillos. Tampoco les tendí la mía.
En verdad, Puerto Manso no era un lugar al que uno llega estrechando manos. Excavada en el borde de una llanura yerma, la caleta parecía un escondite, un hoyo que nadie encontraría a menos que anduviera buscando un sitio donde no pudiera ser encontrado. Y de prófugos era el aire de sus pescadores. A no ser por el tío Lucho o, mejor dicho, a no ser por la mano que faltaba en Puerto Manso y que, potente como la de un hechicero, había convertido a uno de los salvajes en persona con su sola desaparición, yo no habría podido detenerme en el lugar, no habría oído una palabra dirigida a mí.
La mano perdida; la mano que lo había dejado con un cuerpo mil veces más torpe, ante un mar mil veces más difícil y entre unos hombres mil veces más duros; la mano cuya deserción, catorce años después de ocurrida, aún hería su amor propio como la de una esposa que lo hubiera dejado por un nadie; esa mano suya, presente pero invisible, aferraba al tío Lucho y lo obligaba a cantar ante el primer venido la fea historia de su mutilación sin permitirle intercalar ni una disculpa, ni una queja, ni un suspiro. Así, al oír a un manco uno escuchaba a una mano. Y la mano refería cómo había cogido un cartucho de dinamita con la mecha encendida; cómo lo había alzado sobre la cabeza y más atrás; cómo se había aprestado a lanzarlo a las aguas llenas de merluzas; cómo había estallado el cartucho antes de tiempo; cómo habían volado sus uñas, sus carnes y sus huesos y ensangrentado el agua alrededor del bote. Tiempo después, ya convertida en una mano invisible, había buscado sus dedos en las mangas derechas de los vestones, en los bolsillos, en las asas, en el talle de las mujeres. Convencida al fin de su falta había decidido hablar. Y ahora, cada vez que algún forastero se acercaba al manco y reparaba en su muñón, ella salía a la luz, se alzaba y volvía triunfalmente a volar como si el viejo error que la había aniquilado fuera el colmo de la destreza para una mano de palabras.
Mientras escuchaba al pescador, yo me decía: ¿cómo no ha cambiado de oficio después de perder una mano y ganar semejante labia? Vendedor ambulante: ¿qué artilugio no vendería? Mendigo callejero: ¿quién le negaría una limosna? Adivino de población: ¿cuántas mujeres no harían cola para que les leyera las manos? Si seguía dedicado a la pesca, ¿no sería porque esa mano que había sido suya cuando ra de carne lo obligaba a hacer las mismas cosas siempre para brillar por su ausencia, para faltarle a sus anchas?
Para mostrarme su habilidad, el tío Lucho componía una red valiéndose de la zurda y de los dientes. Mas yo miraba fascinado la manga vacía de su chaqueta que, agitada por el viento, amagaba ademanes imperiosos como si la llenara el brazo de otro ente, de un amo invisible que tenía al manco por siervo para que atendiera las miserables cosas que son de ver. De súbito me di cuenta de que en todo Puerto Manso había una parte que no podía verse, dominio del amo de la manga vacía. En el leve olor a podredumbre de la quebrada guardado en una urna de nubes puras; en las caras humanas y los escorzos lobunos de los pescadores; en las sombras resbaladas de sus chozas; en sus botes que yacían como animales desjarretados. Incluso en el nombre de la caleta. Porque en el letrero de mala muerte en que lo leí, no decía Manso sino Manzo, con una ceta; ceta ésta que se apartaba tanto de lo común que, lejos de considerarla un error o una demasía ortográfica, comprendí que había sido escrita para salir de un terrible apuro, para no tomar partido entre una ese y una ce, para no zanjar entre Puerto Manso –nombre neto, añoso y amable– y un nombre inaudito que debió tentar al letrerista hasta el límite de sus fuerzas: el duro, avieso, demoníaco nombre de Puerto Manco.
Al irme de allí… ¿quién de los dos sería el que me invitó a regresar: el siervo lisiado o el amo de la manga vacía? Ese día creí que había sido el tío Lucho, y lo oí con gran placer. Semanas más tarde, cuando venía de vuelta del norte y llegué a la altura de Puerto Manso, recordé la invitación pero ya no estuve tan seguro acerca de su proveniencia. Hice un alto al borde de la carretera y traté en vano de recordar la cara del pescador. En cambio su voz resonó en mi memoria; una voz que salía de una garganta más honda que la hondonada en donde la había escuchado; una voz que, en verdad, yo no quería volver a oír en mi vida; una voz de otro tío…
Todos somos sobrinos del Diablo al nacer;
al morir son contados los hijos de Dios.
La Tierra es primeriza cada vez que espera;
tiembla de miedo cuando el día se avecina,
rompe aguas y nos pare antes de tiempo siempre
y el mal que nos hace la luz es tan profundo
que nadie excepto el Tío nos estima viables.
Somos los prematuros que pare la Tierra
y que el Diablo incuba en sus bolsillos sin fondo
durante el sueño que llamamos una vida.
Dios no se ve; la Tierra es fosca; el Diablo un lince:
no ver al Padre, ver apenas a la Madre,
y ser vistos por el Tío es nuestro acerbo.
Mas por mucho que el Padre de todos se oculte,
que la Madre de todos se desembarace,
y que el Tío no tenga a nadie por oscuro,
tú y yo no seremos siempre semejantes.
Sabrás que yo, que no soy tú que estás leyendo,
yo escribo para ver si un día me distingo,
yo escribo para ver si un día me distingues,
para ver si el Diablo deja de esclarecerme,
la Tierra de resumirme y a Dios extraño.
En verdad, Puerto Manso no era un lugar al que uno llega estrechando manos. Excavada en el borde de una llanura yerma, la caleta parecía un escondite, un hoyo que nadie encontraría a menos que anduviera buscando un sitio donde no pudiera ser encontrado. Y de prófugos era el aire de sus pescadores. A no ser por el tío Lucho o, mejor dicho, a no ser por la mano que faltaba en Puerto Manso y que, potente como la de un hechicero, había convertido a uno de los salvajes en persona con su sola desaparición, yo no habría podido detenerme en el lugar, no habría oído una palabra dirigida a mí.
La mano perdida; la mano que lo había dejado con un cuerpo mil veces más torpe, ante un mar mil veces más difícil y entre unos hombres mil veces más duros; la mano cuya deserción, catorce años después de ocurrida, aún hería su amor propio como la de una esposa que lo hubiera dejado por un nadie; esa mano suya, presente pero invisible, aferraba al tío Lucho y lo obligaba a cantar ante el primer venido la fea historia de su mutilación sin permitirle intercalar ni una disculpa, ni una queja, ni un suspiro. Así, al oír a un manco uno escuchaba a una mano. Y la mano refería cómo había cogido un cartucho de dinamita con la mecha encendida; cómo lo había alzado sobre la cabeza y más atrás; cómo se había aprestado a lanzarlo a las aguas llenas de merluzas; cómo había estallado el cartucho antes de tiempo; cómo habían volado sus uñas, sus carnes y sus huesos y ensangrentado el agua alrededor del bote. Tiempo después, ya convertida en una mano invisible, había buscado sus dedos en las mangas derechas de los vestones, en los bolsillos, en las asas, en el talle de las mujeres. Convencida al fin de su falta había decidido hablar. Y ahora, cada vez que algún forastero se acercaba al manco y reparaba en su muñón, ella salía a la luz, se alzaba y volvía triunfalmente a volar como si el viejo error que la había aniquilado fuera el colmo de la destreza para una mano de palabras.
Mientras escuchaba al pescador, yo me decía: ¿cómo no ha cambiado de oficio después de perder una mano y ganar semejante labia? Vendedor ambulante: ¿qué artilugio no vendería? Mendigo callejero: ¿quién le negaría una limosna? Adivino de población: ¿cuántas mujeres no harían cola para que les leyera las manos? Si seguía dedicado a la pesca, ¿no sería porque esa mano que había sido suya cuando ra de carne lo obligaba a hacer las mismas cosas siempre para brillar por su ausencia, para faltarle a sus anchas?
Para mostrarme su habilidad, el tío Lucho componía una red valiéndose de la zurda y de los dientes. Mas yo miraba fascinado la manga vacía de su chaqueta que, agitada por el viento, amagaba ademanes imperiosos como si la llenara el brazo de otro ente, de un amo invisible que tenía al manco por siervo para que atendiera las miserables cosas que son de ver. De súbito me di cuenta de que en todo Puerto Manso había una parte que no podía verse, dominio del amo de la manga vacía. En el leve olor a podredumbre de la quebrada guardado en una urna de nubes puras; en las caras humanas y los escorzos lobunos de los pescadores; en las sombras resbaladas de sus chozas; en sus botes que yacían como animales desjarretados. Incluso en el nombre de la caleta. Porque en el letrero de mala muerte en que lo leí, no decía Manso sino Manzo, con una ceta; ceta ésta que se apartaba tanto de lo común que, lejos de considerarla un error o una demasía ortográfica, comprendí que había sido escrita para salir de un terrible apuro, para no tomar partido entre una ese y una ce, para no zanjar entre Puerto Manso –nombre neto, añoso y amable– y un nombre inaudito que debió tentar al letrerista hasta el límite de sus fuerzas: el duro, avieso, demoníaco nombre de Puerto Manco.
Al irme de allí… ¿quién de los dos sería el que me invitó a regresar: el siervo lisiado o el amo de la manga vacía? Ese día creí que había sido el tío Lucho, y lo oí con gran placer. Semanas más tarde, cuando venía de vuelta del norte y llegué a la altura de Puerto Manso, recordé la invitación pero ya no estuve tan seguro acerca de su proveniencia. Hice un alto al borde de la carretera y traté en vano de recordar la cara del pescador. En cambio su voz resonó en mi memoria; una voz que salía de una garganta más honda que la hondonada en donde la había escuchado; una voz que, en verdad, yo no quería volver a oír en mi vida; una voz de otro tío…
Todos somos sobrinos del Diablo al nacer;
al morir son contados los hijos de Dios.
La Tierra es primeriza cada vez que espera;
tiembla de miedo cuando el día se avecina,
rompe aguas y nos pare antes de tiempo siempre
y el mal que nos hace la luz es tan profundo
que nadie excepto el Tío nos estima viables.
Somos los prematuros que pare la Tierra
y que el Diablo incuba en sus bolsillos sin fondo
durante el sueño que llamamos una vida.
Dios no se ve; la Tierra es fosca; el Diablo un lince:
no ver al Padre, ver apenas a la Madre,
y ser vistos por el Tío es nuestro acerbo.
Mas por mucho que el Padre de todos se oculte,
que la Madre de todos se desembarace,
y que el Tío no tenga a nadie por oscuro,
tú y yo no seremos siempre semejantes.
Sabrás que yo, que no soy tú que estás leyendo,
yo escribo para ver si un día me distingo,
yo escribo para ver si un día me distingues,
para ver si el Diablo deja de esclarecerme,
la Tierra de resumirme y a Dios extraño.
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