I
APRESTOS1 LA OCASIÓN DE PARTIR
Todo estaba listo: vehículo, viático, avíos, itinerario, un tiempo que podría durar meses, un lugar para el viaje en el libro que estaba escribiendo y una fe vehemente en la tierra y en su poder de llevarme a las afueras del mundo... Sin embargo, no encontraba la ocasión de partir.
Como un rey mago montado en su camello e inmóvil bajo la luz del sol, dejaba pasar el tiempo sin ceder a las tentaciones de ninguno de los caminos visibles. ¿Esperaba acaso un signo? Pero yo no creía que mi razón fuera de una naturaleza distinta a la noche, ni que mi voluntad fuera menos misteriosa que la estrella. Si todo estaba listo para el viaje y yo pronto; si después de años de meditación, lecturas y diligencias me encontraba al fin en el punto de partida, ¿qué minuto de partida más exacto quería esperar?
Día tras día me paseé por la ribera del Mapocho ventilando mi vacilación. Como de una gruta a otra pasaba bajo los sauces espaciosos mirando entre uno y otro el río a retazos. Sus aguas inmundas corrían por el cauce como si huyeran del cielo; pero su murmullo conservaba la pureza de un torrente de cordillera pese al ruido envilecedor de la avenida contigua. De ese río que no callaba su desprendimiento quería yo aprender a irme sin dar un primer paso, a irme sin partir.
Una de esas tardes junto al río en que siempre era domingo vi llegar una bandada de gaviotas. ¡Al pie de la cordillera de los Andes las hijas del Océano Pacífico! ¡En el corazón de la urbe las nativas del litoral! Sobrevolaron el río entre antenas de acero y torres vidriadas y fueron a arremolinarse en la orilla donde estaba varado el cadáver de un perro. Sus chillidos se alzaron entonces por sobre el inmenso rezongo de la ciudad. ¿Cómo no iba a creer que el mar las enviaba desde el otro lado del cielo para intimarme a emprender la marcha hacia sus costas?
Sin embargo, al otro día, cuando volví a ver las gaviotas arranchadas en un islote de arena en medio del cauce, ya su grito había perdido su poder convocatorio.
No por ello dejé de frecuentar las márgenes del río. Pensaba que el Mapocho era la única brecha de Santiago, el único paso de la tierra por la ciudad. Y que si un ciudadano desasosegado se allegaba a él se asomaba al menos a una lejanía. Al torrente de agua inmunda y rumor puro se allegaban, igual que yo, parejas sin dinero, parejas sin porvenir, parejas anómalas, individuos en busca de pareja, individuos que eran restos de parejas, seres que iban y venían por la ribera bajo los sauces como por el andén de una estación abandonada. Y el río, más parecido a un horizonte que a un tren, ni se acercaba ni se alejaba.
En uno de esos días de incertidumbre me asaltó la idea de emprender el viaje con una mujer. Imaginé unos ojos color vado, una voz fluente, un cuerpo de meandro, una vida navegable... Ella pasaría a buscarme. Pasaría a buscarme como si nuestras personas, el día, la hora y la ruta hubieran sido convenidos inefablemente, como si el viaje fuera el puesto del amor. Mas mi viaje se achicaba a medida que la imagen de la mujer se precisaba. A cada gracia nueva suya, la tierra a la que ella debía conducirme perdía dimensión. Llegada al colmo de su belleza, toda la tierra habría quedado reducida a una peana bajo sus pies.
Leyendo a Hornero en las noches lo oía hablarme de mi ilusión: "Elena porque es bella, Calipso por apasionada, Penélope por fiel, cada mujer hallará el modo de detener te. Las murallas de Troya, las olas que ciñen a Ogigia, los pretendientes que se agolpan en Itaca: ¡tales son los ruedos que ellas pueden ofrecerte! Si quieres conocer las afueras hazte digno de Atenea. Los reinos son de la mujer, las afueras de la virgen." Y en el tímpano de mi corazón resonaba largamente el nombre de la virgen. Así, en lugar de partir con una mujer y confinarme en su reino, Hornero me invitaba a ser casto; me invitaba a no dividir el tiempo en esperas y oportunidades; a no dividir el espacio en accesos y posesiones; me invitaba a consagrarme al viaje como a una forma exaltada de abstención; me invitaba a viajar hacia la tierra sin contar mis pasos, sin ganar el sustento de mis pies; me invitaba a acercarme a la tierra apoyándome en su pura mirada y a devolverle la sonrisa aunque ella retrocediera, aunque no se dejara abrazar nunca.
Comprendí al fin mi error y dejé de esperar. Y entonces, la mañana del día en que me iba, me sorprendieron unas estrellas.
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