La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




I - 2. UNA NOTICIA CELESTE

I
APRESTOS

2   UNA NOTICIA CELESTE 

   Venus, Júpiter, Marte, el cúmulo estelar de La Colmena y la Luna aparecieron una mañana en el firmamento de papel que consultamos a diario. No era una noticia de primera magnitud. En un ángulo de una de las páginas interiores, el observatorio del cerro Tololo anunciaba que entre el 15 y el 23 de junio habría una conjunción excepcional de cinco objetos en el cielo. Hacia el noroeste, Venus, Júpiter y Marte formarían un pequeño triángulo y la Luna en creciente los rondaría. Quien mirara esta conjunción con binoculares vería, además, el cúmulo La Colmena de la constelación de Cáncer. Como si esto fuera poco se informaba que un eclipse de Sol acaecería el día jueves 11 de julio, que sería parcial para el centro y norte de Chile y total para Hawai, Baja California, México, Costa Rica, Panamá y el norte de Brasil.
   Al leer estas noticias todas mis dudas acerca de las señales se vinieron al suelo. ¡La noche reunía cinco estrellas para hospedarme! ¡Tres dioses se adelantaban a recibirme! ¡Y hasta el mismo sol me haría un guiño!
   Hasta el minuto en que leí la noticia, el viaje al que me aprestaba no suponía día ni noche: una luz ideal iluminaría parejamente horas y cosas. Es la luz que nace del mapa; luz en que la tierra parece una ristra de datos tendida en el vacío; luz que alumbra una tierra de kilómetros en vez de distancias, de puntos en vez de lugares; de tiradas y no de jornadas; de escalas y no de estadías. Mas de repente, gracias al Tololo, mi trayectoria futura se alzaba con un cielo dotado de noche y conjunciones, día y eclipse. ¡Mi viaje pasaba del mapa al cosmos! Y aunque yo suspendiera momentáneamente las interpretaciones poéticas de la noticia según las claves de Júpiter, Venus, Marte, Luna, Sol y Colmena; aunque me dijera que sólo el viaje aclararía si había o no misterio en la aparición de tales nombres venerables, saltaba a la vista y quedaba desde ya sentado que en virtud de la conjunción y el eclipse, el cielo diurno y el cielo nocturno iban a figurar ineludiblemente en el día y la noche de mi jornada.
   Un poeta peregrino japonés de los que solían caminar cien leguas hasta un monte famoso para ver un plenilunio habría considerado vulgarísimo, indigno de un poeta, reparar en anomalías celestes; pero ¿cómo podía despreciarlas yo, habitante de una ciudad sin cielo y agente de una época sin firmamento? Los cuerpos celestes modernos sólo aparecen cuando hacen noticia, en las raras ocasiones en que un editor presume que una voltereta astral está a la altura de un público habituado a los apocalipsis. Nadie lee hoy las "letras de luz" que vio Quevedo en el cielo nocturno. Y en¬tre quienes leen las letras negras no hay muchos que reparen en Venus o Júpiter cuando el texto incluye estrellas de magnitud tanto mayor como son Sida o Misil o Crisis. Así es que, lejos de avergonzarme, me alegré de haber reparado en el anuncio del Tololo.
   En el fondo de los fondos, yo me sabía a merced de las excepciones. Sabía que mis posibilidades de contemplar un ocaso cualquiera eran casi nulas si un eclipse de sol no me enseñaba a hacerlo; que jamás apreciaría la apoteosis diaria de las estrellas si no me la presentaba un elenco de lujo en una conjunción única como la prevista por el observatorio. El viaje mismo que me aprestaba a hacer era una excepción en mi vida de esposo, padre e ingenio. Rodaría fuera de la órbita que describía alrededor de mi cama, mesa y casa; la fuerza gravitacional de unos nombres me lanzaría de un sitio a otro en una carrera de conjunciones y eclipses inauditos: Balcells en Hornopiren; B. en Pisagua; B. en Aucar; B. en El Temblador; B. en Niebla. Gracias al viaje la bóveda de mi memoria se llenaría de estrellas nuevas; gracias al viaje yo escribiría con letras negras una noche en que los lugares brillaran, en que cada lugar visitado adquiriría la soltura de una estrella. Gracias al viaje mi lector podría urdir constelaciones.
   Con las manos puestas ya en el manubrio y el artículo del observatorio pegado en mi cuaderno, todavía no me decidía a llevar una guía caminera. La guía de Chile con sus mapas, ¿no sería lo opuesto a esa noche que quería tender al viajar? ¿No me haría tomar un túnel lleno de avisos reflectantes por una noche cuajada de astros? Pero si descartaba la guía y me largaba así no más, las ruedas del furgón exigirían igualmente caminos y los caminos me llevarían igualmente a los lugares nombrados en la guía. Para desprenderme realmente de la guía habría tenido que partir a pie, a campo traviesa, relegando recuerdos, eludiendo encuentros, esquivando avisos y hasta la última senda hecha por pie humano. ¡La misma vuelta del que vuelve sobre sus pasos me habría estado vedada! No. La guía -la impresa en papel, la grabada en mi memoria, la tatuada en la extensión- me acompañaría por todas partes quisiera yo o no. Y para anular su claridad espuria y salvar la noche que proyectaba tender a lo largo de la costa de Chile yo no tendría más recurso que los seres humanos que fuera encontrando, los astros vivientes.

No hay comentarios: