I
APRESTOS3 EL TÍTULO DEL LIBRO
Antes que de una casa, mi viaje salía de un manuscrito. De un manuscrito que constaba de un título: Libro del Pueblo del Mar de Chile, y de algunas páginas en que daba razón de éste. Apenas se me vino a la cabeza este título anuló otros que me tentaban -cosa normal- y casi me anuló a mí -cosa grave-. El título era enorme y el poeta débil. Pero como en poesía nunca se le miran los dientes al caballo regalado, no me quedó otra que aceptarlo y ponerme a hacerlo mío.
Imaginé entonces mi encuentro con el título Libro del Pueblo del Mar de Chile como el de un caminante con un castillo. Yo iba al anochecer por un páramo buscando una choza, un tronco o una piedra para guarecer mi cuerpo nada exigente cuando de pronto, donde antes no había más que un arenal moteado de matorrales, vi un edificio con cuatro altas torres. Verlo, sentirme un pobre diablo y aspirar a señor de él fue una y la misma cosa. Y allí me planté frente a la mole hermética.
Dadas mis escasas fuerzas, era imposible que pudiera abrirme paso hasta su interior. Pero ¿en qué otro lugar de la tierra hallaría albergue más espléndido?
El castillo -el título caído del cielo- me excluía radicalmente, me desafiaba a entrar y estaba hecho para mí, para que yo me convirtiera en su dueño y señor. Su grandeza parecía calculada por un demonio para apabullarme, desafiarme y esperanzarme a la vez. Dispuesto a todo, yo no veía por donde comenzar. Sus cuatro torres -la torre del Libro, la torre del Pueblo, la torre del Mar, la torre de Chile- se alzaban ante mí con tal trabazón que pretender tomar una sola era un sueño. Excluida la fuerza ¿qué podía hacer para salir de un estado en que ya me sentía preso fuera del castillo?
Sobre el páramo de mi andanza declinaba el sol y con él mis luces. La sombra tetragonal del castillo se alargó hasta alcanzarme. Mientras mi cuerpo poético temblaba de inanidad, mi alma se daba aires de señora, casi como si estuviera en lo alto de una torre. Cerró una noche total. Quedé ciego. Y entonces vino a tentarme la madre de las musas, Mnemosine. Si mis fuerzas no daban para tomar el castillo, sí me darían para construir un caballo. La impía estratagema ¿no había probado su eficacia en todas las Troyas? Escondido dentro de una efigie cautivadora, en un abrir y cerrar de ojos me hallaría dentro del castillo. Y una vez allí, mi cuerpo poético se animaría, mi alma envanecida recobraría su peso y yo poseería el Libro del Pueblo del Mar de Chile.
Apenas me decidí por el engaño me invadió una inquietud inmensa. Si escribía un poema -pues ¿qué otra cosa que un poema puede parecer ofrenda pura (como les pareció el caballo a los troyanos) y ser en realidad transporte del oferente (como el caballo fue de los griegos)?; si gracias a una oda yo conseguía introducirme en el castillo ¿no acabaría inevitablemente por arrasarlo? ¿No había sido ese el fin de todas las Troyas? Apeado de la oda en el interior, mi cuerpo seguiría endeble y mi alma ebria, y entonces, por desesperación, yo echaría mano a cualquier recurso, a mistificaciones, plagios, lugares comunes, a la retórica más abyecta para abultarme y copar el título con mis ruinas: ¿a eso aspiraba? ¡Dios mío! ¿Por qué me había caído del cielo un título tan grande? ¿Por qué no podía renunciar a él? ¿Acaso títulos como "En el sentido del mar de Chile" o "Viaje al mar" o "La costa" no se avenían mucho mejor con mi contextura poética y el gusto de mi tiempo? ¡Oh maldito título, añejo y descomunal! ¡Oh maldito Libro del Pueblo del Mar de Chile!
Como un adolescente que ve entrar de pronto una mujer de carne, cabellos y hueso en el cuarto de sus quimeras, yo había quedado pasmado ante el castillo. Luego, en medio de mi impotencia, el demonio del engaño había estado a punto de seducirme. Vencida esta tentación, sentí que el castillo se abría en la oscuridad. Comprendí entonces que ni el título era un castillo ni yo un guerrero; que el son de guerra en que lo había enfrentado era una impostura; que del cielo había caído no un obstáculo sino un don. Comprendí que el título era un templo y que ante ese templo mi hechura era infinitamente indiferente y mi presentación infinitamente crucial.
Incliné entonces la frente y volví a entrever la mole. Poco a poco el sol me fue mostrando sus cuatro torres, tan formidables como las recordaba. Una de ellas sin embargo se abría hacia un interior oscuro como la noche. Era la torre del Mar. Verla así abierta y comprender que me hallaba, no ante un recinto vacante sino ante una sede, fue una y la misma cosa. La torre hermética era un santuario insondable. ¡El nombre del Mar alojaba a un dios! Instantáneamente, las otras tres torres: Libro, Pueblo y Chile, quedaron a mi alcance. El Libro sería cosa de pluma escrupulosa; el Pueblo, cosa de oído atento; el Chile, cosa de pasos diligentes. Sólo el Mar era cosa divina que sólo un dios podía poner a mi alcance.
Ante esta preeminencia nueva del nombre Mar me en¬traron dudas acerca del ordenamiento de mi título. ¿Había dispuesto bien los cuatro nombres aparecidos? En el título Libro del Pueblo del Mar de Chile ¿no había colocado el nombre Pueblo en la cima sólo porque me había parecido el más fácil de acometer? Ahora que veía un dios en el nombre Mar ¿no debía ponerlo en el primer puesto? Juzgué que sí y cambié sin más el título por el de Libro del Mar del Pueblo de Chile.
Libro del Mar del Pueblo de Chile... El mar pasaba al primer puesto y el pueblo y Chile quedaban con papeles de testigos. Publicado el libro, sus lectores se referirían a él llamándolo "libro del mar" a secas, cosa ni equívoca ni reductora. ¡Sí! Libro del Mar del Pueblo de Chile era una ordenación más justa de los cuatro nombres que me habían caído del cielo y al mismo tiempo el mayor programa que podía proponerme combinándolos.
Mas al poco tiempo de haberlo adoptado, la soberbia del nuevo título me sumió en otro mar de confusiones. Querer escribir un "libro del mar" era una demasía que enturbiaba mi condición de suplicante. Pensé en Hornero y en la discreción con que contempla el mar en el espejo del pellejo de Ulises, jamás de hito en hito; pensé en Apolonio de Rodas y su mar recamado de alusiones; en Ovidio y su ultramarina tristeza; en Sannazaro y el cabrilleo de sus mares silvestres; en Aldana y su conversación de la eternidad a lo largo de la orilla; en Basho, en los pétalos que vio en las olas; en Coleridge, su mar del crimen y su mar del arrobo; en Von Chamisso y su eremita marino; en Melville y la máscara blanca de su océano; en Conrad y sus atisbos desde la cofa del corazón humano; en Stevenson y su defensa del santo de la isla de la lepra... Ninguno de ellos había arrostrado al dios del Mar; hacerlo no hubiera sido extremarse como poetas sino querer saltar por sobre el hombre.
Entendí al fin que la diferencia decisiva a favor del primer título -Libro del Pueblo del Mar de Chile- estaba en que con él yo no me llegaría hasta el Mar a solas sino entre los suyos. Lo que Ulises fue para Hornero y Moby Dick para Melville lo sería el pueblo del mar para mí: un velo con que presentarme ante el dios sin descaro.
Elegido el título, también quedó definido mi trabajo. Por un lado recorrería el espacio que Chile le deja al pueblo del mar para reconocerlo; y por otro lado, presentaría las pruebas de mi pertenencia a tal pueblo. En cuanto al dios, él se encargaría de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario