La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




II - 5. LA ANIMITA EN LA ARENA

II
POR LA COSTA DEL NORTE

5   LA ANIMITA EN LA ARENA

   Cerca del lugar en donde había estado observando el cielo hallé un animita. Si hubiera tropezado con ella anoche, el tiempo no me habría pasado de parte a parte. Un pie en su base de cemento, un pie fuera de la arena habría bastado para que yo recuperara el ánimo. Cuando un nadador ha dejado de luchar y va en el agua desmadejándose ¿no revive si hace pie?, ¿no recuperan su cuerpo la tensión y su espíritu el temple con un solo toque de suelo? A la clara luz de un día de nubes ralas resulta difícil creer que la pequeña losa de cemento tenga tan portentosa virtud. También es difícil creer que la playa tendida ante mis ojos sea un osario de estrellas. Y anoche lo fue.
   Aparte de hacerme ver el paso firme que no di, el día me muestra en la animita un mundo. Sobre la losa situada en el borde del desplaye y que apenas sobresale de la arena hay la figura votiva de un bote, una gruta minúscula con una estampa descolorida del rostro de Cristo, dos tarros oxidados con matas de claveles verdes y una inscripción: Pascualito.
   Así entra la muerte en tu viaje desde la primera mañana, en la primera playa, ante el primer mar. Así te sale al paso esta antigua desconocida tuya. ¡Hela aquí con rasgos de esfinge popular! Mírala con su nombre de niño malcriado al que ya se le antoja la resurrección; mira cómo aferra su botecito de cemento y cuan amargamente brillan las dos monedas depositadas en él; mira sus mechas de claveles y su diadema con eccehomo ensangrentado; mira sus aristas bastardas, sus letras torpes, sus cifras chuecas. ¡Así te salta a la cara la muerte en medio de la arena absorta! Te cala, aunque no te puede ver; te interroga, pese a que se come las palabras; te para, aunque tú no quieras sino salir del paso y hacer como si no la hubieras visto. ¡Cuánto más elegantes son las muertes bajo techo que no se adueñan del sitio en que acaecen! ¡Cuánto más chic las muertes que no denuncian nada como denuncia ésta al mar!
   -Aquí -dice la animita hablando en tercera persona y no en primera como hablan las tumbas-, aquí se ahogó Pascualito al volcarse el bote en que regresaba de la pesca con su padre. O más precisamente: -Aquí botó el mar el cuerpo de Pascualito.
   Innumerables animitas en los bordes de las carreteras americanas señalan sitios de accidentes mortales; muchas de ellas están situadas en curvas, a la entrada de túneles, al final de largas pendientes y en otros lugares que la velocidad de los transeúntes convierte en peligrosos. Pero nadie diría que esas animitas denuncian al camino. Al contrario: en un mundo de defunciones puertas adentro que sólo merecen cupos en necroparques, las animitas nos recuerdan que morir bajo el sol o las estrellas es un fuero humano, que amojonar con su muerte la tierra es un privilegio del hombre. Pascualito seguramente tiene tumba en algún cementerio próximo; una tumba que, a veinte años de su muerte, ya nadie visitará. Pero su animita es otra cosa. A pocos pasos de la línea de más alta marea, su animita es un pecio que ningún visitante de la playa deja de encontrar, un pecio que el mar no puede hacernos pasar por alto, así concierte sus olas, aclare sus aguas y asuma un aire de playero rudo pero bonachón. "El mar mata", dice la animita. Y aunque pasen mil veranos felices en los que su losa no se distinga entre las toallas multicolores, su denuncia será válida por todo el tiempo que el mar renueve, ola tras ola, su doblez.
   En la cordillera de los Andes hay un cementerio donde están enterrados solamente andinistas. Cuando quien lo visita se para entre las tumbas y alza la vista hacia la cima del Aconcagua la antigua metáfora bélica acude instantáneamente a su memoria y se encuentra rodeado no de muertos sino de caídos. El Aconcagua no esconde su altura. Su cima se sujeta en el cielo a la vista de todos. Nadie puede decir que no la vio. Los muertos son los frutos maduros caídos de ese árbol de abismos. Por eso sus tumbas no dicen que la montaña mata. La montaña no mata porque no vive; si viviera escondería su abismo como lo esconde el mar. La animita de Pichicuy dice: "el mar mata"; "di un traspié" dice cada una de las tumbas de los Andes. Y si uno se aleja de estas últimas mirando con redoblada atención dónde pone los pies, ¿qué hace uno con la advertencia de Pascualito? ¿Alejarse sin más del mar como los moralistas aconsejan huir del demonio en toda ocasión y sean cuales sean nuestras virtudes? ¡Imposible! No podemos concebir nuestra vida sin el mal, menos sin el mar. O como lo canta Cernuda:

   Quién viviría en la tierra
Si no fuera por el mar.

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