II
POR LA COSTA DEL NORTE3 NOMBRES QUE FLOTAN
En la playa blanca de la caleta de Pichicuy estaban echados unos treinta botes. Sus cascos contenían apenas sus nombres inscritos de proa a popa. Eran, en realidad, treinta carteles de enormes letras rojas o amarillas que decían: Alfa y Omega, Evangelista, El Carpintero de Belén, Sacrificio, Génesis, Nazareth, Crucero del Amor, Galeao, etc. ¿Qué les había dado a los pescadores del lugar por agrandar hasta ese punto los nombres de sus embarcaciones? ¿Creerían que al ir por el mar tripulando aleluyas o abracadabras legibles desde muy lejos adquirirían aspecto de santos o de brujos? ¿O alguna adivina los había convencido de que tamaños nombres mantendrían estancos a los botes mejor que la estopa?
A esa hora de la tarde que tiene en las caletas aire de entreacto vi, aquí y allá, hombres en cuclillas junto a sus botes dedicados a repintar mayúsculas descascaradas, a raspar denominaciones pasadas de moda o de caracteres demasiado chicos, a esbozar largas líneas paralelas en la tablazón y a pintar entre ellas vocales y consonantes de vivísimos colores, la menor de las cuales mediría un codo. ¡Qué alegría me dio ver aparecer el ojo de una gran O roja en un casco amarillo ante el mar gris! Detrás de los letreristas el mar también cambiaba como si la escribanía fuera un sortilegio que afinaba su grano, esfumaba su renglonadura y lo alisaba hasta el horizonte como un pergamino de lujo.
Tras ponerse el sol, cuando el Crucero del Amor dejó atrás al Génesis, pasó junto al Nazareth y se internó mar adentro a la zaga del Alfa y Omega, la ensenada de Pichicuy fue legible como una alegoría.
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