II
POR LA COSTA DEL NORTE2 LA COMPASIÓN EN EL MAR
En cuanto llegué a Pichicuy un pescador viejo me abrumó con sus cuentos. A lo menos cinco barcos cargados de plata y oro y uno o dos con ladrillos se hallaban en el fondo del mar en las cercanías de la caleta. El conocía su ubicación y la guardaría secreta hasta que algún gringo con yate y equipos de buceo quisiera hacerse socio suyo. Apenas se convenció de que yo no era el gringo en cuestión, el viejo se puso a contarme una historia que le había oído a su padre y que, según dijo, no debía perderse.
De joven, su padre se había enrolado de grumete en un gran yate hecho en Chile que partía a Buenos Aires en busca de comprador. Zarparon de Puerto Montt rumbo al sur y al tercer día ya surcaban las aguas desoladas del archipiélago de las Guaitecas. Al pasar frente a una roca aislada, el capitán vio un lobo de mar agazapado en ella. Pero el joven grumete, que no miraba con binoculares, sostuvo que el lobo no era tal sino un indio. Y tanto porfió que el capitán lo envió con un marinero a reconocer la roca. Se allegaron a ella en un chinchorro y descubrieron a un niño alacalufe desnudo y esquelético. Sólo el naufragio de la canoa familiar y la muerte de todos sus parientes podía explicar su presencia en esa roca aislada. Para no morir de hambre, el indiecito había comido lapas y choros adheridos a la roca; para no morir de frío, había apilado cuidadosamente las conchas hasta formar una especie de nicho que lo guarecía del viento. Como el niño no hablaba castellano, no pudo decirles cuanto tiempo llevaba ahí; dada su extremada flacura y el tamaño de su refugio de conchas, el tiempo debía contarse no en días sino en semanas. Maldiciendo su suerte, el capitán del yate decidió regresar a Puerto Montt pues no podía llevar al alacalufe con ellos ni dejarlo en una isla de por ahí, tan desiertas todas como la roca en que lo habían encontrado. En ese puerto una familia caritativa adoptó al niño indio. Allí creció, se educó y se casó. El grumete de buena vista era recibido como invitado de honor en la casa del alacalufe cada vez que pasaba por Puerto Montt.
-¡Buena! ¡Muy buena! -exclamé, encantado con la historia del viejo.
-Buena, ¿no?
-Buena. Pero...
-Diga no más...
-Su padre se equivocó en una cosa: el niño no apiló las conchas para resguardarse del viento. Los alacalufes no conocían el frío.
-Y entonces, ¿para qué las apilaba? -me preguntó el viejo algo picado.
-Para que el mar no lo matara -respondí. Y al ver la sonrisa burlona de mi interlocutor y de los demás pescadores presentes, me expliqué rápidamente.
-Doscientos años antes del hallazgo de su padre, un antepasado del indiecito rescató a un inglés en esas mismas aguas de las Guaitecas pero mucho más al sur. Y lo llevó en su canoa hasta el poblado español más cercano en la isla grande de Chiloé. Fue un viaje largo y duro. Y en una ocasión, el alacalufe estuvo a punto de partirle el cráneo al náufrago inglés porque este tiró al mar la concha de una macha.
-¿Por tirar una concha? -preguntó el viejo, incrédulo.
-Tal cual. Supongamos que usted se topa con un muerto de hambre, se compadece de él y le da un racimo de uvas; supongamos que el hambreado, en vez de agradecer, le escupe un ollejo a la cara... ¡Mil veces peor que esto es para el alacalufe una concha arrojada al mar! Al regresar a Inglaterra, el náufrago escribió el libro de sus aventuras en Chile y no olvidó contar su sacrilegio. El nieto del náufrago, que seguramente aprendió a leer en el libro de su abuelo, llegó a ser un gran poeta del mar.
Del breve relato del hallazgo del niño indígena, un detalle me dejó meditabundo: la decisión del capitán de interrumpir el viaje y regresar a Puerto Montt. ¡Esa sí que fue decisión! ¿Habría hecho yo lo mismo? ¿Qué haría si en mi viaje actual se me presentara un caso parecido?
A menudo se despierta en el viajero un oscuro sentimiento de su propia salvedad como si ninguna ley pudiera exigirle un alto, un desvío o la vuelta sobre sus pasos. El viajero siente que ocupa el puesto más precario de todos, el de quien puede reclamar compasión de cualquiera y no tenerla por nadie. Basho, en el diario de viaje que tituló "Aunque blanqueen mis huesos", cuenta de un niño de apenas tres años abandonado en la ribera de un río, que tira de su manga cuando él pasa. Conmovido por su llanto, Basho le da comida y sigue adelante. Más tarde escribe: "¿Te odiaba acaso tu padre, te despreciaba tu madre? No: tu padre no te tiene odio, tu madre no siente desprecio por ti. El Cielo nada más lo quiere así. ¡Ah, llora la miseria de tu destino!" ¿Qué ejemplo seguiría yo, el del capitán del yate o el del poeta japonés, el de Cristo o el de Buda? Pensándolo mejor, las dos actuaciones son incomparables, ya que una ocurrió en el mar y la otra en tierra firme. El caminante Basho podía confiar en que alguien vendría tras suyo y salvaría al niño. En ese sentido, la üerra que dejamos atrás es siempre una Samaría. Pero el capitán del yate: ¿cómo podría haber soslayado el hecho de que para ese niño perdido en las Guaitecas él era el último hombre del universo? En el mar hay homicidas o hay samaritanos. Nadie se lava las manos en el mar.
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