La primera edición de La Mar fue financiada íntegramente por su autor, Ignacio Balcells, y el tiraje fue sólo de 500 ejemplares. La segunda edición, financiada por uno de sus grandes amigos y tan amante del mar como él, fue publicada póstumamente, y su tiraje fue también de sólo 500 ejemplares. A cinco años de su muerte y por considerar que una obra tan importante no puede ser olvidada, los invitamos a redescubrir, a través de una selección de sus páginas, el mar de Chile y de sus habitantes costeros bajo la visionaria luz de la poesía.




II - 15. LA PELIRROJA OVÍPARA

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POR LA COSTA DEL NORTE

15   LA PELIRROJA OVÍPARA

     Como si buscara sus dientes perdidos, la pelirroja fue acercándose minuciosamente por la orilla del mar. Avanzaba con la cabeza gacha, los pasos vagos y tal aire de hallarse a solas que casi me convence. De trecho en trecho se ponía en cuclillas, excavaba sin mucho afán y me observaba de reojo. Un par de veces la vi volverse hacia su guarida: ¿qué sería de sus niños? Cuando llegó a situarse entre el mar y yo, me incorporé y la llamé. El ruido de las olas le impedía, al parecer, escucharme. Lo pensé mejor y del baúl de provisiones que llevaba en el furgón cogí una caja de huevos (la noche pasada había decidido excluirlos de mi dieta) y con ella en las manos me dirigí resueltamente hacia la mujer.
     Cara al mar y de espaldas a mí, ésta parecía más interesada que nunca en lo que tenía a sus pies. Quien anda por la arena lo hace, quieras que no, silenciosamente; por esto, al aproximarme a la pelirroja sentí que iba entrando, paso a paso, en su juego. Me detuve antes de alcanzarla. Abrí la boca, pero no fui capaz de hablarle. Podría haberla tocado extendiendo el brazo. La intrepidez de la mujer que seguía vuelta hacia el mar pese a mi resuello acabó por seducirme. Pasó un minuto. El temor de que ella flaqueara; el temor de verla volverse hacia mí y simular penosamente sorpresa, o susto, o cualquier otra emoción indigna; el temor de que ella desbaratara con su mirada y su voz el juego que hasta ahí había conducido con maestría; el temor de verme obligado a responder por mi proximidad silenciosa; el temor de verme rebajado en cuanto ella posara sus ojos en mí; todos los temores que van con un juego que comienza an-tes de que se conozcan sus reglas, de repente, como por arte de magia, se esfumaron. La pelirroja no se volvería jamás.
     Cuando nie convencí de esto, cuando admití que ella se había plantado de una vez por todas en su esfinge, la caja de huevos que había pensado regalarle se volvió obscena, me quemó las manos. ¿Qué hacer con ella? Sigilosamente di un paso atrás. La pelirroja siguió inmóvil y con la cabeza inclinada. Observé su figura implacable hasta que al fin, con inmenso alivio, descubrí que la esfinge no estaba concluida, que todavía era demasiado humana. Entonces avancé un paso, me puse en cuclillas, tracé con un dedo una redondela en la arena mojada rozando sus talones y dentro de ella puse doce huevos blancos. Luego me levanté, corrí casi sin tocar la playa hasta el furgón, metí adentro caja, cuaderno, libro y silla portátil, trepé a la cabina de un salto, eché a andar el motor y... En ese momento oí agudos chillidos, y pese a que había jurado no hacerlo, volví la vista. A la vera del mar, una enorme pájara-niña de cabeza bermeja brincaba alrededor de un nido radiante.
     Durante el resto de su viaje, durante su vida entera Ignacio Balcells va a mirar hacia atrás aun cuando jure no hacerlo. Las maravillas que así vea no eclipsarán su culpa. Le será difícil, sino imposible, celebrarlas; querrá describirlas; acabará confesándolas. Por esto unas palabras antiguas le resultarán siempre consoladoras: "No cantaríamos a los dioses si no los hubiéramos ofendido".
     Ahora mismo Balcells va a salir de la playa de Chigualoco a la carretera; va a salir de la carretera de nuevo, un poco más al norte; va a subir por una mala huella al promontorio arbolado que limita Chigualoco por el norte, y desde su cima va a mirar por segunda vez hacia atrás para ver si la pelirroja sigue junto al nido. Colgado de un pino en el borde del acantilado verá estelas de olas casi inmóviles, casi silentes, y en la larga cancha de arena verá una mosca y dos mosquitos que titubean.
     Imagina entonces que en su viaje va erigiendo torres, y que a cada tanto mira hacia abajo para apreciar la altura alcanzada. Torre de Chigualoco: tres pisos. Primero: pelirroja desdentada; segundo: pájara-niña clueca; tercero: mosca con dos mosquitos. Piensa que escribe un diario de viaje para hacer de las torres sucesivas una sola muy alta, tan alta que sobre su fundamento. Piensa que en Babel los constructores no querían alcanzar el cielo, querían separarse de la tierra; que desde su punta no veían ni seres humanos ni escuchaban palabras: escuchaban jerigonzas, veían escarabajos.
     La angustia de la altura que gana cada vez que mira hacia atrás se le hace, de pronto, insoportable y Balcells se echa barranco abajo, ágil como un suicida. Mas no irá a parar a la playa que dejó, no se encontrará nunca más con la pelirroja.

II - 14. EL TRONO DEL POETA

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POR LA COSTA DEL NORTE

14   EL TRONO DEL POETA

     "Nasho", volví a llamarme cuando vi que una gaviota cogía el corazón ennegrecido de la manzana y se lo llevaba volando: "anoche pronunciaste tu apodo con una ese sibilante, igual a la de Basho. Hoy no la tendrás gratis. Si quieres ganarte esa ese tendrás que meter en tres breves versos Chigualoco, la pelirroja, la luna del cielo y la luna de la manzana, todo tal como lo habría escrito tu poeta nipón andarín".
     Instalé la sila plegable en la arena frente al mar y a la luz del cielo nublado me puse a escribir. Once poemas escribí de tres versos. No quedó ninguno. Los versos no pasaron por el castellano más que para declinar mis atenciones. Y así fue cómo me vi obligado a reconocer que la luna de la manzana era un presente de Basho, no un hallazgo mío.
     Con los pies medio enterrados en la arena, el archivador de hojas blancas en una mano, el lápiz de pasta azul en la otra y en la falda el libro de Basho abierto en el pasaje en que habla de la playa de Matsushima, me quedé parpadeando largamente. Tuve una hora de alegría augusta. El poeta es un hombre que no sabe, hasta que se encuentra sentado en él, dónde está su trono. Los demás lo saben, se descrisman por sus tronos, mas cuando los ocupan los desconocen, no se hallan. Un poeta puede creerse poeta porque se sienta a escribir versos; es realmente poeta porque se sienta a escribir en una de las playas de Chile una mañana nubosa y de pronto queda sentado a la diestra del universo. Como un dios harto de prodigarse, la arena, las olas, los pájaros, las nubes y el sol se recogieron de consuno. Perdí la tierra; creí caer en un abismo, pero antes de que mediara un ay me hallé ¡oh maravilla! en un trono de palabras. Y así, durante la hora en que escribí y taché estuve aparte pero a la altura del universo retrepado. El universo y yo fuimos dos reyes que no poseen en común un grano de sal, que no podrían medir armas ni parangonar genealogías y que sin embargo se tienen juntos porque cada cual tiene para sí que el otro es su corona. ¿Puede un poeta descender de dicho trono con otra cosa que tachaduras? ¿Qué diríamos de un mar que conservara una ola enarcada o del dios que preservara a un lirio? Cuando un poeta da por hecho los versos que escribe, necesariamente está degradado: recuerda, nada más, quién es. Porque durante la hora regia en que las palabras lo tienen a la altura y las tachaduras a un lado del universo, apenas escribe un verso lo raya; apenas raya un verso escribe otro, no porque los juzgue sino porque dispone de las palabras como Yahveh de su verbo y de las rayas como Zeus de sus rayos: escribe e ilumina, raya y fulmina; y alternando las dos luces, la luz legible y la luz ciega, goza de una autarquía que jamás alcanzaría con una obra consumada. Mas ¿quién aguanta ser real una hora?

II - 13. UNA NOCHE MÁGICA

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13   UNA NOCHE MÁGICA

     La mujer que vivía en el otro extremo de la playa de Chigualoco era pelirroja, casi no tenía dientes y había sido joven hasta el día anterior a mi llegada. Apareció en la duna con un niño rubio como un islandés en los brazos, otro de tez morena colgado de sus pantalones, y se acercó a buen paso para ayudarme a sacar el furgón de un atascadero. Sus ojos aguados, su sonrisa de guagua envejecida y su raída ropa de hombre el doble de su talla le daban aspecto de hermanastra de sus hijos sorprendentemente limpios y bien puestos. Hablaba a gritos, pero su voz fresca, alegre, amable, era la de quien intenta hacerse oír en un vendaval o por sobre el fragor de la resaca, no la de un zafio. Su miseria saltaba a la vista; a sus ademanes, sin embargo, no les faltaba soltura y hasta un atisbo de coquetería. En la ciudad, la coquetería de un ser tan abandonado parecería grotesca; en la costa era una gracia, una seña de las libertades que la mujer se tomaba con la soledad en que vivía.
     Habitaba bajo una ruma de desechos arrimada a la ladera del promontorio que cerraba la playa por el norte.
     Desde lejos, su guarida era difícil de distinguir; y cuando vi salir humo de un punto y ya no tuve dudas acerca del emplazamiento, otra duda me asaltó: ¿habría intervenido alguna mano en ella o sus ocupantes se limitaron a abrirse paso hasta el interior de una pila de planchas, palos, latas orinientas y tubos descoloridos depositados allí por una gran marejada?
     Cuando cayó la noche, el paraje de la guarida desapareció como un eriazo. En cambio yo, a unos quinientos pasos de distancia, encendí mi lámpara de gas y durante horas me sentí en escena. Comí, escribí y leí como si la mirada lejana de la pelirroja estuviera fija en mis parabrisas resplandecientes, en la sombra móvil de mi cabeza, en el rayo que cruzaba la playa hasta el agua espumosa cuando abría la puerta del furgón. Imaginé cómo me veía ella desde su sombra: un califa fabulosamente rico, de costumbres diurnas extrañas y nocturnas inquietantes; un viajero llegado de algún país remoto allende Los Vilos; un caballero maduro, sin mujer, hijos ni amigos que llega a la playa cuando no hay nadie, en pleno invierno, se queda a pasar la noche en su furgón de feriante y no duerme; un solitario infeliz que se acompaña con una lámpara para alejar quizás qué noche; un maldito. Por las rendijas de su guarida, la pelirroja no quita la vista del halo que me contiene en la penumbra de su playa; escucha los ronquidos de su hombre, el tercer cacareo del gallo, las vaharadas de la pleamar; huele el jabón de los cuerpos calientes de sus hijos, la sartén en que frió unas jerguillas, el humo tenue del rescoldo, el husmo de mariscos podridos que trae la brisa desde los conchales, y piensa que estoy pensando en ella.
     Tan cierto estoy de su acecho, tanto me inquieta una mirada capaz de volver hacia mí toda la noche, que salgo del furgón y me alejo rápidamente de su nimbo. Llevo en la mano una fruta, una manzana color rojo claro, sin machucaduras ni nubes. Paro a cierta distancia y cuando voy a morder la manzana descubro que ya no me apetece: se ha convertido en una bola de carbón. La playa está casi clara. Una gran luna ralea las nubes; su luz ennegrece el semblante del mar y blanquea su sonrisa casi fija. Alrededor del furgón la playa parece un escenario vacío en el que ha quedado encendida la concha del consueta. Poco a poco me voy acostumbrando al ámbito blanquinegro y acabo por hincar los dientes en la bola. Una pequeña luna de un cuarto asoma al primer mordisco; al tercer mordisco quedo con una luna llena en mi mano. Huele a manzana, tiene gusto a manzana y alumbra increíblemente. Los cielos y la tierra me rinden honores por mi descubrimiento. Alzo la luna a la altura de mis ojos y observo cómo se va apagando a medida que su carne se oxida. Entonces recuerdo las encías peladas de la pelirroja; pienso en su cuerpo de congrio que más de uno habrá encontrado ensangrentado; en la sangre que fluirá de su vulva a borbotones durante las grandes sici-gias; en las muchas mujeres costinas que llevarán un ritmo selenita; en la gran boa del mundo hecha de mujeres, mares y lunas...
     Cinco siglos atrás, al otro lado de nuestro océano, en alguna playa de anacoretas japoneses ¿qué habría dicho Basho si una noche, al morder una manzana, hubiera visto aparecer la luna en su mano? "Nasho, Nasho", murmuré, para sentirme más cerca del gran poeta. Luego cerré su Diario de Viaje por la Senda Angosta del Fin del Mundo, apagué mi lámpara, bajé los párpados y me olvidé calmamente en Chigualoco.

II - 12. EN EL ENGENDRADERO

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12   EN EL ENGENDRADERO

    Corría por la carretera sin poder olvidar los espacios en blanco que iba dejando atrás. ¿Los llenaría a mi retorno con más libertad y novedad que ahora que recién empezaba el viaje y aún iba conmigo el dios de los comienzos?
    A mi izquierda, el mar aparecía y desaparecía, más cerca, más lejos, más abajo o casi a mi misma altura. De pronto reapareció al frente, al pie de una larga cuesta recta que yo descendía a gran velocidad. Era un seno azul de mar bordeado por una playa falcada que la carretera encerraba como un muro. En una época de mi vida en que yo iba y venía entre Santiago y La Serena, la aparición siempre sorpresiva de esta playa al pie del talud, su rápida desaparición y la imagen de claustro blanco y sin un alma que dejaba en mi memoria de transeúnte la distinguían entre otras playas semejantes. Pero ahora que iba en un viaje distinto, hecho para detenerme, la inercia del viaje no fue más fuerte que su atracción. La vi y al punto hallé la ocasión de frenar. Y sólo entonces recordé -y el recuerdo me hizo enrojecer como si no hubiera estado solo- que ya una vez me había detenido en esa playa, que ya una vez había caminado, y no a solas, por su arena. Era la playa de Chigualoco.
    Veintitantos años antes, una mujer y un hombre muy jóvenes iban hacia el norte en su automóvil y al pasar frente a Chigualoco la soledad de la playa los subyugó. Pararon. Descendieron el terraplén, cruzaron una angosta vega y se acercaron a la orilla resplandeciente. Luego, casi sin hablarse, fueron caminando hacia el extremo de la playa donde topa con un promontorio escabroso. No sólo no había nadie más a la vista sino que faltaban huellas de pies en la arena o cualquier desperdicio de los que deja el paso humano. La pareja estaba a solas y se sentía única, sin predecesores.
    Sin embargo los retumbos del mar no conseguían ahogar una voz -la voz de un íntimo de ella, quizás la de su padre; la voz de una íntima de él, parecida a la de su madre-que gritaba entrecortadamente algo ininteligible. El creía oír un ruego; ella una queja. Como la voz callaba en las pausas del oleaje, ambos creían que el otro no la oía y no se sintieron obligados a hablar de ella. Y así, mantenida en silencio, la voz no les impidió abrazarse, besarse, apurar el paso. En las cercanías del promontorio, donde un rumor continuo de aguas más mansas sucedió a los retumbos de las olas, la voz les sonó menos trágica, menos perentoria, casi indulgente. Podía haber sido la voz de sus abuelos. Y cuando llegaron haciendo eses al confín de la playa, entraron en una ramada abandonada de mariscadores y se tendieron en el suelo de arena, la voz que llegaba del lado del mar a través de las hojas de eucaliptus secas les pareció una voz hecha de muchas voces reunidas, una ovación de una multitud lejana. Entonces se apresuraron a hacerse dignos de ella.
    Veintitantos años después, caminé a solas por Chigualoco y no oí el lamento de mi madre, ni el suspiro de mis abuelos, ni la aclamación de mis antepasados. En el sitio donde había estado la enramada de eucaliptus no quedaba un palo, una piedra, un alambre. Me senté en la arena fría, cara al mar, y a la luz ya sin sol del día esperé la venida de la tristeza. No llegó. Al contrario: a cada minuto que pasaba me fue pareciendo mejor que no quedaran restos del albergue. Con las palmas de las manos descubrí los muslos de arena de la playa. Y poco a poco, los fui descubriendo de mi memoria.
    Aquí engendramos un día un ser. De esta playa de Chigualoco arrullada por el mar, de esta luz tendida como un velo de sangre sobre la arena, un ser humano nuevo salió en compañía de mi mujer y de mí. De nosotros no quedaba indicio, pero del invisible todo el derredor lo era.
    Si a cada niño sus padres lo llevaran un día a algún lugar al aire libre y le dijeran: "Aquí te concebimos", quizás la tierra volvería a ser la esfinge que ya ni las tumbas nos presentan. Los caminos llevarían a los amantes no a dormitorios como hoy sino a engendraderos donde podrían yacer al sol o a la luz de la luna. Habría generaciones de montaña, de llanura, de valle, de bosque, de costa, de isla. Y tendríamos otro cuerpo, otra nobleza, otro zodíaco. En las crisis de la existencia, cada cual conocería un paraje donde presentarse ante la tierra, llorar su vida, hallar consuelo. Muchos años después de ese día de amor en Chigualoco que no supe celebrar, lo recordé, y para recordárselo a quien no lo había olvidado, escribí un poema.

     Jacqueline,
     el hijo que hace tan poco perdimos
     y las hijas que ojalá nos sobrevivan
     estaban juntos entonces
     antes que tú y yo nos conociéramos
     y pudorosamente nos inclinaban
     como la tierra a dos arroyos
     hacia el valle donde van a ser un río.

     Ellos, que aún no tenían número, ni sexo, ni nombres,
     nos amaban ya a los dos como si fuéramos uno, 
     padecían cuando parecía que no llegaríamos a querernos,
     del aire desesperaban cuando airados nos heríamos
     y antes de nacer creían morir cuando renegábamos
     tú de mí o yo de ti, sin por qué, alegremente.

     Hasta un día entre los días que empezamos a solas;
     un día en que tú y yo nos sorprendimos más hermosos,
     más dulces y menos únicos que todo lo antes dicho,
     y en una arena angosta, temblando de gozo y miedo,
     nos pusimos desnudos a descubrir el fuego.
     Ah las llamas con que fuimos convocando
     uno por uno a nuestros hijos a sus vidas
     a lo largo de la vida de nosotros.

     Recuerdo que quedamos la noche de ese día
     como queda la tierra sumida en su ceniza
     mirando las estrellas que el sol deja en el cielo
     encendidas en prenda de su vuelta.

    ¿Cómo no transcribir a continuación una maravillosa nota de Juan de Mairena? "Otro acontecimiento, también importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines, equivocando su camino y a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente, atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por vez primera. Fue una tarde de sol que yo he creído o he soñado recordar alguna vez". Nota a la que me gustaría agregar que todos los hijos de esta pareja sevillana nacieron con el blanco de los ojos rosado, del color que se les pone a los que han nadado largo tiempo...

II - 11. UN NAUFRAGUERO

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11   UN NAUFRAGUERO

   Once kilómetros al norte de La Ballena me detuve en la caleta Los Molles el tiempo justo para interpelar a los tripulantes de un bote que se llama Corazón Viajero. A los tres muchachos llevar la palabra "corazón" en la proa los mortifica (un hombre de mar tiene pelotas, no corazón) y el siempre prestigioso epíteto de "viajero" no basta para que lo encuentren más viril. Les pregunto qué otro nombre querrían para ese bote que no es suyo. O no se les ocurre otro o no se atreven a decir las obscenidades que brillan en sus miradas. Mientras tanto sus manos, como si no les pertenecieran, anudan femenilmente los hilos rotos de su red. ¿Qué les habría parecido a esos muchachos de Los Molles el nombre inaudito de un bote que encontré algo más adelante en la caleta Totoralillo sur? ¿Habrían reemplazado "Corazón Viajero" por "Regresa el Difícil"?
   Pasé por las afueras de Pichidangui. Incluso en la época del abandono invernal, los balnearios me dan grima. Siempre me dan la impresión de que pertenecen a raqueros, a naufragueros, a gente que vive de pecios. Y si en los balnearios nadie enciende fogatas las noches de temporal para atraer barcos a los escollos donde naufraguen y libren sus cargas es porque han aprendido a engañar al más rico de todos los barcos, al mar mismo, a hacer que encalle y se vaya a pique en su misma orilla y les libre pecios nunca vistos. Para engañar al mar les basta levantar en una playa las señas de un balneario. Ipso facto el mar entra, choca, se rompe y desparrama. Entonces recogen el bronce del mar con su cutis; con la nariz al viento recogen la sal del mar; con el paladar, su yodo; con la vista, sus esmeraldas; con el cuerpo a flote, sus plumas, y de la mañana a la noche, mano sobre mano, recogen el oro del ocio del mar.
   Cierto es que yo también soy un naufraguero. Ando por la costa en busca del mar que es el pecio del diluvio. Y no dudaré en encender aquí y allá fogatas poéticas que fulguren y atraigan a la orilla a los mares más raros, al mar que no se deja convencer por los litorales, al mar que apenas se deja ver en el horizonte y que hasta hoy nadie sabe qué tesoros porta. Pero las señas corrientes no me ayudarán a atraerlos, y los pecios habituales no calmarán mis apetitos. A la vuelta del viaje quizás podré entrar con mi botín a cuestas a cuanto Pichidangui se me antoje.

II - 10. VISIÓN DE LAS BESTIAS

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10   VISIÓN DE LAS BESTIAS

   A una alta hora de la noche desperté, palpé mi muslo izquierdo y me dije: aquí termina el viaje. Lo sentí enormemente hinchado, con esa hinchazón indolora típica de la sangre embolsada. Aterrorizado, recogí mi mano y me puse a pensar en mi edad. ¡Qué ironía! Ahora que gracias a mis años sabía dónde poner los pies, mi cuerpo caía en unos precipicios interiores que yo ignoraba absolutamente. Volví a despertar cuando la luz del sol aclaraba ya la caja de hojalata blanca y húmeda en la que yacía boca arriba. De un tirón corrí el cierre relámpago del saco de dormir, me senté v examiné mi muslo. Estaba igual al otro. Salté fuera del furgón y di unos pasos, atento a cualquier síntoma. Nada. ¡Soñaste! me dije. Y medio desnudo como estaba me puse a cojear en la arena para burlarme de mi terror. Pero yo sabía que mi terror no había sido producido por un sueño, y remedar a un cojo no bastó para tranquilizarme. Volví al furgón y me metí nuevamente en el saco. Temblaba de frío y de recelo. Pensé en los ángeles que baldan a los hombres. Pensé que lo de la noche podía haber sido una advertencia para que dejara de confundir la costa marina con la celeste.
   Un tremendo resoplido interrumpió mi examen de conciencia. Corrí la puerta lateral de mi recámara rodante y quedé mirando de hito en hito una pareja de caballos. ¡En mi vida vi animales vivos más esqueléticos y llenos de mataduras! La aridez de la arena en donde hundían sus cascos, el paredón de agrietadas rocas contra el que se recortaban sus figuras, el terral helado que desgreñaba sus testuces y hacía lagrimear sus enormes ojos oscuros, el rugido del mar inmediato que parecía encogerlos, toda la atroz escena fue tan sorpresiva que se me llenaron los ojos de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Las llagas rojas y los costurones blancos del espinazo del alazán! ¡Las patas hinchadas y de rodillas más gruesas que codos de olivo del tordo! ¡Sus pezuñas despeadas, su crin a pedazos, sus orejas desiguales, sus costillas saledizas! ¡Y la luz que no acrimina, la luz intacta de su mirada!
   Como uno al que le llegó la hora de rendir cuentas, me vestí y calcé en un instante y salí despacio del furgón. Me figuraba que los dos vivientes tendrían horror al hombre. Pero al verme afuera, desviaron nada más sus cabezas gachas para quedar mirándome de perfil. Aunque compartíamos el suelo de arena ennegrecida por el rocío, las bestias estaban tan herméticamente encerradas en su carne viva que yo me sentía aparte de ellas, tan lejos como se siente un deudo del muerto a quien vela. Mi compasión no las acercaba; tampoco mi cólera contra sus verdugos; tampoco la culpa que sentía por tener yo también pies y manos. El espacio que hubiera querido cruzar en un arranque de ternura se volvió impene-trable como una ventana. Contemplé las afueras donde sufrían los dos inaccesibles seres hasta que al fin, vencido por su silencio, me puse a gritar y a agitar los brazos para ahuyentarlos. Como si hubieran estado midiendo mi aguante, volvieron grupas a una y se alejaron, tan cojos que a cada paso hincaban sus hocicos en la arena.
   Desde el balcón de rocas donde había estacionado el furgón los vi salir a la escena deslumbradora de la playa, avanzar hacia el mar que se venía abajo vitoreándolos, virar y seguir por la orilla imperturbablemente. Gaviotas y golondrinas alzaron el vuelo para enjaezarlos con alas y sombras de alas. De súbito, la pareja de caballos se transfiguró en una única bestia fabulosa. Y en ese mismo instante Jonás entró corriendo a la playa y se le aproximó con la mano en alto. La gran bestia se detuvo. El hombre avanzó pasito a pasito hasta tocar una de sus cabezas. Quizás le hablaba: la distancia, el ruido de las olas y el terral que corría esa mañana en La Ballena me impidieron saberlo.
   Algo más tarde, un quiltro encogido se puso a rondar el furgón mientras tomaba desayuno. ¡Con qué alivio vi que engullía el pedazo de pan que le eché!

II - 9. EN EL VIENTRE DE LA BALLENA

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9   EN EL VIENTRE DE LA BALLENA

   En otras orillas uno puede pararse ante el mar como quien está fuera de él gozando de su peso y de su aliento. En La Ballena no. En La Ballena uno no está todavía en tierra firme. En La Ballena uno está entre el mar -que en vez de evasión ofrece muerte- y la tierra -que en vez de vida ofrece destino.
   Un hombre solo en la playa de La Ballena puede haber jubilado después de treinta años de trabajo en algún servicio público; puede haber construido un bungalow gracias a algunas provechosas cerradas de ojo; puede haber venido a la costa a vivir con una mujer más joven o para alejarse de unos hijos en la ruina; puede creer que el aire de mar le hará bien a su corazón, o a sus nervios, o que oreará no sabe qué murria que le sobrevino de la noche a la mañana; puede haber venido a echarse a morir en la misma arena en que hizo su último castillo; puede esperar del mar un perdón que no exige confesión previa, que da por descontado el arrepentimiento, que por penitencia apenas impone la letanía de sus olas; puede confiar en que los años de vida que le restan pasarán más lentos en la costa y que la muerte le llegará con la misma dulzura con que bajan las mareas... Todo esto puede uno imaginar de un hombre solo en la costa; pero como está en la playa de La Ballena no hay manera de cerrar los ojos ante su otra dimensión.
   El hombre éste es más lógico que el profeta y comprendió que ningún barco lo llevaría a una guerra donde no oyera la voz de Dios. Y se quedó en su casa como si tal. Su desobediencia sin embargo no tardó en tener efectos. Porque ineluctablemente su casa se fue transformando en barco, sus parientes y amigos en marineros, su ciudad en mar borrascoso y su tiempo en naufragio. Mantuvo cuanto pudo un perfil bajo pero llegó la hora en que los demás descu-brieron su secreto, que por culpa suya zozobraban, que era él quien llevaba la carga fatal de un Dios desobedecido. Entonces, con gran dolor de su parte, lo echaron por la borda. Y el hombre vino a parar a La Ballena, sano, salvo, solo, perplejo.
¿Está muerto o vivo? ¿Dónde está? Día tras día examina la penumbra intestinal del cielo, los jugos y la flora intestinal del mar, y escucha los rumores de una digestión en que todo: la arena, el agua, los árboles, los pájaros, las nubes, las brisas, la luz, todo, excepto él mismo, es alimento. ¿Qué lo preserva? ¿Será transitoria su estadía en la playa? ¿Todavía le espera algo en las afueras?
   En La Ballena no se oyen voces divinas, no hay orden que rehuir, nadie lo acusa de nada ante nadie. Abandonado de Dios y de los hombres, el hombre tararea un de pro-fundis y pierde la cuenta de los días apenas cumple tres.
Sin embargo, ni cae de rodillas ni me saluda como una aparición al verme llegar a su playa. Yo no soy una señal de que La Ballena lo dejó otra vez en tierra. Seguramente me toma por otro como él, por otro que cargó con su rechazo el mundo, fue lanzado por la borda y cae, ni vivo ni muerto, en su lugar de confinación. Para este hombre nadie llega a La Ballena inocentemente. La Ballena es el lugar de los que quedan cara al mar por haber vuelto la espalda a Dios.
   ¿Qué camaradería podría establecerse entre un abismado viejo como él y uno que recién viene entendiendo el sitio en que se halla? Si estuviéramos en el infierno, nuestros respectivos dolores nos harían odiarnos; en el cielo, nuestros gozos, amarnos; en el purgatorio nos compadeceríamos mutuamente; en La Ballena nos observamos como dos luchadores, y en la ropa, el calzado, la parada, la mirada, en todo signo exterior buscamos respuesta a la pregunta que nos enloquece: ¿cuál es su Nínive? ¿Cuál es su Nínive? Y si cambiamos algunas palabras no es porque hayamos deducido que no somos antagonistas sino porque el aspecto no nos basta y queremos oír hablar al otro, saber cómo pronuncia, qué palabras emplea, qué timbre tiene su voz, a ver si los datos sonoros terminan por desenmascararlo.
   En cuanto a mí, lo poco que el hombre dijo me bastó.
   -Jonás, Jonás -debí decirle- la Nínive que te espera no es la que me espera a mí. Nunca entraremos en competencia tú y yo. Tu facha, tu edad, tu acento son muy distintos a los míos. De la ciudad a la que te negaste a ir yo no he oído hablar en mi vida; y mi Nínive es para ti inimaginable. ¡Paz, profeta! Aprovechemos este intertanto en que nos encontramos juntos fuera de la vida para hablar del Dios que rechazamos. ¡Es lo único que tenemos en común! Contémonos qué fue lo que un día oímos, cuánto demoramos en convencernos de que era Su palabra, cómo pasamos de la sorpresa al terror. Confesémonos nuestra cobardía, si fue ingenuidad o estupidez la que nos hizo creer que nos olvidaría y que pasado algún tiempo podríamos volver a caminar en Su presencia como si nada. Dime, Jonás, tú que llevas más tiempo en este vientre estrellado ¿te diriges todavía a Él? Dime cómo haces para hablarle si no escuchas Su voz; qué palabras tuyas no en sordina la arena, ni ahogan las olas y se alzan más que los vientos hacia Su silencioso corazón. ¡Dime qué clamas! ¿Denuncias acaso mi llegada a La Ballena? ¿Reclamas por la degradación que supone para ti mi venida? ¿Le recuerdas a Dios que un minuto con otro Jonás vale por mil días a solas, que desde que puse el pie en la playa tu reclusión pasó de triste a cruel, que conmigo aquí ves que todo cuanto yace, huele, revienta, sopla y brilla a tu alrededor se desentiende de ti, que mi presencia arruina el trono en que penar te ennoblecía?
   Todo esto debí decirle y más. Pero al ver que el hombre callaba lo imité.

II - 8. ENCUENTRO CON JONÁS

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POR LA COSTA DEL NORTE

8   ENCUENTRO CON JONÁS

   Unos pocos kilómetros al norte de Polcura me detuve en otro lugar costero. Era mi primer día de viaje y ya se hacía presente un tensión que no me dejaría más: la tensión entre el celo catalogador del viajero y la licencia articuladora del poeta. Según el primero, no debía pasar por alto un solo lugar con nombre de la costa de Chile; la segunda me exigía saltarme muchos lugares para no perder la trama del viaje. En la disyuntiva será mi cuerpo -mi don de aliento-el que seguramente irá zanjando cada vez.
Pero yo que devoro el libro de Jonás dos veces por año no me habría perdido la playa de La Ballena aunque el ritmo más irresistible me instara a seguir camino. Una playa llamada La Ballena tenía que tenerme reservada más de una maravilla.
¡Qué difícil fue encontrar la playa en el desolado loteo que la escondía! Las anchas peladuras terrosas por las que conduje el furgón de tumbo en tumbo; los pinos deformes y los aromos desgajados; los bungalows y chalets tapiados, a cual más barato y peripuesto; los carteles que se caían en los retazos invendibles del erial, todo parecía puesto adrede para contrarrestar el nombre maravilloso. Allá en Santiago, me dije, los dueños de estos tristes chalets sueñan que son grandes marinos, que son héroes que no se han achicado ante el espacio del mundo ni se han quedado cortos en el cálculo de su propia leyenda. Allá en Santiago, los dueños sueñan que este desparramo de reductos es una flota que tiene bloqueada la playa de La Ballena para que ningún advenedizo acceda a ella sin rendir sus ilusiones, para que nadie que llegue atraído por el nombre vaya a creer que hay algo detrás de él.
Con furia creciente circulé por los astutos vericuetos de los loteadores, y tras dar vueltas y más vueltas di por fin con el único camino que conducía hasta la playa. En la pequeña playa había un hombre. El seno de arena rosa tendido ante un mar en la cumbre de su arte de atardecer acogía al solitario con una candidez que me desarmó. Parado a prudente distancia del agua y con su brazo derecho semiextendido en esa postura del pescador de orilla que parece una presentación de credenciales al mar, el hombre estaba a sus anchas en la playa aunque pertenecía sin lugar a dudas a la ralea de los dueños de los bungalows. Su gorro variopinto de lana, su cortaviento azul con gran sigla, sus flamantes botas de goma, su morral lleno de hebillas, el reflejo cosmopolita del horizonte rojo en sus anteojos verdeoscuros, la ansiedad incompetente de sus pases piscatorios, nada suyo hacía mella en el candor de La Ballena. Aunque un personaje así puesto en un jardín habría adocenado con su facha a las flores, la pequeña playa lo incluía en su soledad invernal como habría incluido a una foca o a un ave migratoria llegada del otro lado de la tierra. ¿De dónde sacaba la playa su resistencia inaudita?
Me aproximé al hombre caminando lentamente por la arena silenciosa. Suponía que había visto llegar mi furgón y que estaría preparado para mi acercamiento. Pero como a la luz del anochecer los rasgos se emborronan y los bultos se agigantan, consideré que debía prevenir cualquier aprensión y me detuve a unos diez pasos suyos. Le pregunté por la pesca.
-Malona -murmuró sin mirarme. Le pregunté por el pescado que tenía a sus pies.
-Un tomollo -dijo y lo topó con la punta de su bota. Le pregunté por el nombre de la playa.
-La Ballena -respondió y se volvió hacia mí con incierta sonrisa.
Como si hubiera pronunciado un ensalmo, apenas el solitario pronunció el nombre de la playa, la playa se transformó en un vientre de arena y aire que lo contenía, en un cuerpo de arena orlado de espuma que lo transportaba y en una boca de arena guarnecida de escollos que lo vomitaba en tierra firme. Y yo me hallé ante Jonás.

II - 7. EL CIPRÉS DE LA ISLA

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7   EL CIPRÉS DE LA ISLA

   Apoyadas en una ladera de rocas plomas y rodeadas de arbustos verdinegros, las dos o tres casitas de Polcura parecían hechas con el maderamen de un clíper. Mohosas, humosas y esparrancadas contrastaban violentamente con la nitidez de líneas y el brillo de colores del único bote varado ante ellas. El bote tenía algo de artefacto de feria de diversiones, de encatrado de ruleta con mil capas de pintura. Y los dos pescadores acodados en él, vestidos de día domingo, algo tenían de tahúres. Casas ruinosas y ternos flamantes parecían la ilustración de un apólogo sobre la vida dedicada al azar. ¡Hasta el mar de la caleta tenía un aire de tapete verde!
Pese a su aspecto nada promisorio, los pescadores de Polcura me contaron algo que después vine a recordar con alegría. Su bote, hecho según una plantilla de chalupa ballenera, había sido construido en la isla Juan Fernández con madera de ciprés autóctono. Recordé el tono engañosamente neutral del que aportó el dato y la ojeada indiferente que le eché a cuadernas y costillas. Sospechaba que los dueños de la embarcación eran incapaces de distinguir una tabla de ciprés de Juan Fernández de una de Valdivia o de las Guaitecas y que mencionaban el lugar de origen de la madera llevados por una vanidad tan pueril como la del dueño de un auto que alardea de sus neumáticos llenos de aire japonés.
Los nombres de lugares son de cuidado. Salen al camino, incluso cuando el que viaja viene de vuelta de cualquier exotismo; salen al camino, se hacen de ti y te transportan a sus términos. Así fue con el nombre Juan Fernández y los nombres asociados de isla y de ciprés. Al poco de dejar Polcura se presentaron en mi memoria y en un dos por tres estuve en medio del océano Pacífico. Vi una isla coronada de cipreses, fija en el mapa gracias a ellos. La luz de las estrellas había hecho de sus follajes verdes astro-labios, y la del sol había hecho de sus troncos timones blancos más sólidos que el granito. Eran los árboles más marineros del mundo. Construido con su madera, el bote de Polcura no haría agua, no sería atacado por la broma, no derivaría fuera de rumbo, no se iría por ojo ni volcaría nunca.
Entonces recordé que los antiguos tenían al ciprés por un árbol fúnebre, infernal, con cuya madera construían ataúdes cuando los muertos todavía navegaban, y toda mi impresión de Polcura cambió. La facha de tahúr de los pescadores no era tal sino de deudos que participan en un oficio de difuntos. Y en el modo en que consiguieron la madera de su bote reconocí ahora un rasgo infernal. Según me contaron, quien va a Juan Fernández por madera no necesita llevar plata: allá dan un ciprés crecido a cualquiera que plante quinientos árboles nuevos. Un trueque así ¿no tiene un no sé qué de trabajo en el otro mundo? ;No se asemeja a las leyendas en que el héroe gana su retorno a la vida a fuerza de repetir una operación destinada a espesar el mismo infierno en que se ha aventurado? ¡Nemorosa Juan Fernández!

II - 6. UN REPROCHE DE ULISES

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6   UN REPROCHE DE ULISES

   Cuando estás en tu casa cualquier acaso te deja en suspenso. En cambio en viaje a cada vuelta te recibes dé maese en acasos. En tu casa un acaso cualquiera te enajena y no eres quien hasta que lo olvidas o hasta que, después de mucho, consigues ponerte a su altura. Recién entonces pasas y tu vida retoma su curso. Contrariamente, cuando viajas ningún trance parece quedarte grande. Tu cabeza va siempre a la altura del sol; tus hombros tienen infaliblemente el ancho del camino; tu cintura es un haz de quiebros y tu corazón palpita al ritmo de tus pasos y no según lo que éstos te van poniendo por delante, sean horrores, delicias, prodigios o trivialidades. Un viajero es un impávido a toda vela.
   Así yo, a la hora de haber dejado la playa peligrosa de Pichicuy, ya estaba mintiendo en una caleta situada algo más al norte llamada Polcura. Acodados en la borda del único bote de la caleta, inclinados sobre su cavidad maloliente para no darnos las caras, los dos habitantes del lugar y yo nos ayudamos a zurcir nuestras respectivas imposturas: la mía, de periodista; la suya, de pescadores más claros que los hijos de Zebedeo. Y después de un rato nos despedimos.
   -¡Qué engañador más pobre! -me increpó Ulises, siempre presente en mi cabeza-. ¿Todavía no sabes que el engaño es el atuendo del viajero, mejor cortado mientras más verosímil, más resistente mientras más fluido y más elegante mientras más novedoso? ¡Periodista! ¿Por qué no les dijiste que eres poeta?
   Intenté defenderme mascullando maldiciones en contra de la época en que me toca vivir en la que el engaño es ramplón porque la verdad es difusa, pero sólo conseguí oír una risa inexorable, una risa capaz de cegar de ira a un cíclope. A mis espaldas, la risita socarrona de los dos pescadores confirmó el juicio de Ulises: el hombre que se iba no los había engañado; el hombre que se iba podía ser cualquier cosa -inspector de veda o informante de la policía antidrogas- excepto lo que había dicho ser; el hombre que se iba andaba, miraba y hablaba como uno que disimula, como uno que anda tras algo secreto, como uno que se lleva una imagen irreconocible de aquellos con los que ha estado, como uno que consigue lo que quiere sin que nadie lo note. Me volví para hacerles una señal amistosa antes de abordar el furgón. Los perros redoblaron sus ladridos y los amos hicieron como que ya estaban en otra cosa.

II - 5. LA ANIMITA EN LA ARENA

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5   LA ANIMITA EN LA ARENA

   Cerca del lugar en donde había estado observando el cielo hallé un animita. Si hubiera tropezado con ella anoche, el tiempo no me habría pasado de parte a parte. Un pie en su base de cemento, un pie fuera de la arena habría bastado para que yo recuperara el ánimo. Cuando un nadador ha dejado de luchar y va en el agua desmadejándose ¿no revive si hace pie?, ¿no recuperan su cuerpo la tensión y su espíritu el temple con un solo toque de suelo? A la clara luz de un día de nubes ralas resulta difícil creer que la pequeña losa de cemento tenga tan portentosa virtud. También es difícil creer que la playa tendida ante mis ojos sea un osario de estrellas. Y anoche lo fue.
   Aparte de hacerme ver el paso firme que no di, el día me muestra en la animita un mundo. Sobre la losa situada en el borde del desplaye y que apenas sobresale de la arena hay la figura votiva de un bote, una gruta minúscula con una estampa descolorida del rostro de Cristo, dos tarros oxidados con matas de claveles verdes y una inscripción: Pascualito.
   Así entra la muerte en tu viaje desde la primera mañana, en la primera playa, ante el primer mar. Así te sale al paso esta antigua desconocida tuya. ¡Hela aquí con rasgos de esfinge popular! Mírala con su nombre de niño malcriado al que ya se le antoja la resurrección; mira cómo aferra su botecito de cemento y cuan amargamente brillan las dos monedas depositadas en él; mira sus mechas de claveles y su diadema con eccehomo ensangrentado; mira sus aristas bastardas, sus letras torpes, sus cifras chuecas. ¡Así te salta a la cara la muerte en medio de la arena absorta! Te cala, aunque no te puede ver; te interroga, pese a que se come las palabras; te para, aunque tú no quieras sino salir del paso y hacer como si no la hubieras visto. ¡Cuánto más elegantes son las muertes bajo techo que no se adueñan del sitio en que acaecen! ¡Cuánto más chic las muertes que no denuncian nada como denuncia ésta al mar!
   -Aquí -dice la animita hablando en tercera persona y no en primera como hablan las tumbas-, aquí se ahogó Pascualito al volcarse el bote en que regresaba de la pesca con su padre. O más precisamente: -Aquí botó el mar el cuerpo de Pascualito.
   Innumerables animitas en los bordes de las carreteras americanas señalan sitios de accidentes mortales; muchas de ellas están situadas en curvas, a la entrada de túneles, al final de largas pendientes y en otros lugares que la velocidad de los transeúntes convierte en peligrosos. Pero nadie diría que esas animitas denuncian al camino. Al contrario: en un mundo de defunciones puertas adentro que sólo merecen cupos en necroparques, las animitas nos recuerdan que morir bajo el sol o las estrellas es un fuero humano, que amojonar con su muerte la tierra es un privilegio del hombre. Pascualito seguramente tiene tumba en algún cementerio próximo; una tumba que, a veinte años de su muerte, ya nadie visitará. Pero su animita es otra cosa. A pocos pasos de la línea de más alta marea, su animita es un pecio que ningún visitante de la playa deja de encontrar, un pecio que el mar no puede hacernos pasar por alto, así concierte sus olas, aclare sus aguas y asuma un aire de playero rudo pero bonachón. "El mar mata", dice la animita. Y aunque pasen mil veranos felices en los que su losa no se distinga entre las toallas multicolores, su denuncia será válida por todo el tiempo que el mar renueve, ola tras ola, su doblez.
   En la cordillera de los Andes hay un cementerio donde están enterrados solamente andinistas. Cuando quien lo visita se para entre las tumbas y alza la vista hacia la cima del Aconcagua la antigua metáfora bélica acude instantáneamente a su memoria y se encuentra rodeado no de muertos sino de caídos. El Aconcagua no esconde su altura. Su cima se sujeta en el cielo a la vista de todos. Nadie puede decir que no la vio. Los muertos son los frutos maduros caídos de ese árbol de abismos. Por eso sus tumbas no dicen que la montaña mata. La montaña no mata porque no vive; si viviera escondería su abismo como lo esconde el mar. La animita de Pichicuy dice: "el mar mata"; "di un traspié" dice cada una de las tumbas de los Andes. Y si uno se aleja de estas últimas mirando con redoblada atención dónde pone los pies, ¿qué hace uno con la advertencia de Pascualito? ¿Alejarse sin más del mar como los moralistas aconsejan huir del demonio en toda ocasión y sean cuales sean nuestras virtudes? ¡Imposible! No podemos concebir nuestra vida sin el mal, menos sin el mar. O como lo canta Cernuda:

   Quién viviría en la tierra
Si no fuera por el mar.

II - 4. LUCES CON NOMBRES

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4   LUCES CON NOMBRES

   Caía la noche cuando fui a estacionar el furgón en la playa, lejos de las luces del alumbrado público de Pichicuy y de los rayos y truenos del camino. Luego, a pie por las dunas, me dirigí a mi cita con las estrellas. Hacia el noroeste ya estaban reunidos Marte y Venus, la prenda radiante y el aguijón rojo. A su vera, velado por el resplandor de su có¬pula, Júpiter titilaba débilmente. La Luna tendía su luz virginal sobre el mar hasta unas lejanías de cielo en la tierra. La Colmena, el quinto objeto celeste que participaría en la conjunción, no se dejó ver ni con prismáticos. ¡Y era el que yo había aguardado con mayor ilusión! Su nombre, el único de los cinco que no era el de un numen, me sonaba tan celeste pese a su humildad que casi me había hecho la idea de que reconocería sus astros por su zumbido. Gracias a La Colmena el cielo iba a parecer un bosque y la playa un calvero olor a mar por el que yo andaría con la prestancia de un zagal del tiempo en que las diosas se enamoraban de los hombres. ¡Qué desgracia! Ausente La Colmena, ¡cuan astronómicos lucían Venus, Marte y Júpiter! ¡Qué absurda parecía la antigua cuestión de sus influencias!
   Apenas se puso la Luna en el mar, la tierra se desplomó a mi alrededor. Me sentí cercado de cosas oscuras. Sentí miedo. Y mi miedo vició mi celo por las estrellas. ¿Estaba a solas? Si los seres humanos más cercanos se hallaban junto a las lejanas luces de Pichicuy; si en toda la gran playa reinaba una quietud de desierto en invierno ¿qué tenía que temer? Sin embargo, temía. Las sombras acortaban mis alcances; las olas me ablandaban; el silencio detrás del fragor marino me ahuecaba. Me senté y hundí mis manos en la arena fría. Era una arena estelar. Cada uno de sus granos había caído del cielo a la tierra a través de mí. Y las miría-das que aún lucían arriba seguirían cayendo a través de mí, seguirían posándose en la playa y apagándose. Esa noche corría un tiempo a través de mí que no debía correr nunca. ¡Ay de mí! ¡Que de todos los poetas que vivían para atajar ese derrame fuera yo el que fallaba! ¡Qué angustia! ¿Qué podía hacer para recobrar mi sello?
   -Ponte de rodillas -murmuré. Y me puse de pie e inicié el regreso hacia el furgón. "De rodillas, de rodillas, de rodillas", fui repitiendo mientras caminaba por las dunas ahítas de arena. El clic de la puerta, el olor a nuevo de la cabina, el destello de la lámpara a gas, los gustos del sandwich, la manzana y el café, la tibieza del saco de dormir, la levísima trepidación de la carrocería y el testigo rojo de la alarma cerraron la jornada. Y el sueño a mí.

II - 3. NOMBRES QUE FLOTAN

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3   NOMBRES QUE FLOTAN

   En la playa blanca de la caleta de Pichicuy estaban echados unos treinta botes. Sus cascos contenían apenas sus nombres inscritos de proa a popa. Eran, en realidad, treinta carteles de enormes letras rojas o amarillas que decían: Alfa y Omega, Evangelista, El Carpintero de Belén, Sacrificio, Génesis, Nazareth, Crucero del Amor, Galeao, etc. ¿Qué les había dado a los pescadores del lugar por agrandar hasta ese punto los nombres de sus embarcaciones? ¿Creerían que al ir por el mar tripulando aleluyas o abracadabras legibles desde muy lejos adquirirían aspecto de santos o de brujos? ¿O alguna adivina los había convencido de que tamaños nombres mantendrían estancos a los botes mejor que la estopa?
   A esa hora de la tarde que tiene en las caletas aire de entreacto vi, aquí y allá, hombres en cuclillas junto a sus botes dedicados a repintar mayúsculas descascaradas, a raspar denominaciones pasadas de moda o de caracteres demasiado chicos, a esbozar largas líneas paralelas en la tablazón y a pintar entre ellas vocales y consonantes de vivísimos colores, la menor de las cuales mediría un codo. ¡Qué alegría me dio ver aparecer el ojo de una gran O roja en un casco amarillo ante el mar gris! Detrás de los letreristas el mar también cambiaba como si la escribanía fuera un sortilegio que afinaba su grano, esfumaba su renglonadura y lo alisaba hasta el horizonte como un pergamino de lujo.
   Tras ponerse el sol, cuando el Crucero del Amor dejó atrás al Génesis, pasó junto al Nazareth y se internó mar adentro a la zaga del Alfa y Omega, la ensenada de Pichicuy fue legible como una alegoría.

II - 2. LA COMPASIÓN EN EL MAR

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2   LA COMPASIÓN EN EL MAR

   En cuanto llegué a Pichicuy un pescador viejo me abrumó con sus cuentos. A lo menos cinco barcos cargados de plata y oro y uno o dos con ladrillos se hallaban en el fondo del mar en las cercanías de la caleta. El conocía su ubicación y la guardaría secreta hasta que algún gringo con yate y equipos de buceo quisiera hacerse socio suyo. Apenas se convenció de que yo no era el gringo en cuestión, el viejo se puso a contarme una historia que le había oído a su padre y que, según dijo, no debía perderse.
   De joven, su padre se había enrolado de grumete en un gran yate hecho en Chile que partía a Buenos Aires en busca de comprador. Zarparon de Puerto Montt rumbo al sur y al tercer día ya surcaban las aguas desoladas del archipiélago de las Guaitecas. Al pasar frente a una roca aislada, el capitán vio un lobo de mar agazapado en ella. Pero el joven grumete, que no miraba con binoculares, sostuvo que el lobo no era tal sino un indio. Y tanto porfió que el capitán lo envió con un marinero a reconocer la roca. Se allegaron a ella en un chinchorro y descubrieron a un niño alacalufe desnudo y esquelético. Sólo el naufragio de la canoa familiar y la muerte de todos sus parientes podía explicar su presencia en esa roca aislada. Para no morir de hambre, el indiecito había comido lapas y choros adheridos a la roca; para no morir de frío, había apilado cuidadosamente las conchas hasta formar una especie de nicho que lo guarecía del viento. Como el niño no hablaba castellano, no pudo decirles cuanto tiempo llevaba ahí; dada su extremada flacura y el tamaño de su refugio de conchas, el tiempo debía contarse no en días sino en semanas. Maldiciendo su suerte, el capitán del yate decidió regresar a Puerto Montt pues no podía llevar al alacalufe con ellos ni dejarlo en una isla de por ahí, tan desiertas todas como la roca en que lo habían encontrado. En ese puerto una familia caritativa adoptó al niño indio. Allí creció, se educó y se casó. El grumete de buena vista era recibido como invitado de honor en la casa del alacalufe cada vez que pasaba por Puerto Montt.
   -¡Buena! ¡Muy buena! -exclamé, encantado con la historia del viejo.
   -Buena, ¿no?
   -Buena. Pero...
   -Diga no más...
   -Su padre se equivocó en una cosa: el niño no apiló las conchas para resguardarse del viento. Los alacalufes no conocían el frío.
   -Y entonces, ¿para qué las apilaba? -me preguntó el viejo algo picado.
   -Para que el mar no lo matara -respondí. Y al ver la sonrisa burlona de mi interlocutor y de los demás pescadores presentes, me expliqué rápidamente.
   -Doscientos años antes del hallazgo de su padre, un antepasado del indiecito rescató a un inglés en esas mismas aguas de las Guaitecas pero mucho más al sur. Y lo llevó en su canoa hasta el poblado español más cercano en la isla grande de Chiloé. Fue un viaje largo y duro. Y en una ocasión, el alacalufe estuvo a punto de partirle el cráneo al náufrago inglés porque este tiró al mar la concha de una macha.
   -¿Por tirar una concha? -preguntó el viejo, incrédulo.
   -Tal cual. Supongamos que usted se topa con un muerto de hambre, se compadece de él y le da un racimo de uvas; supongamos que el hambreado, en vez de agradecer, le escupe un ollejo a la cara... ¡Mil veces peor que esto es para el alacalufe una concha arrojada al mar! Al regresar a Inglaterra, el náufrago escribió el libro de sus aventuras en Chile y no olvidó contar su sacrilegio. El nieto del náufrago, que seguramente aprendió a leer en el libro de su abuelo, llegó a ser un gran poeta del mar.
   Del breve relato del hallazgo del niño indígena, un detalle me dejó meditabundo: la decisión del capitán de interrumpir el viaje y regresar a Puerto Montt. ¡Esa sí que fue decisión! ¿Habría hecho yo lo mismo? ¿Qué haría si en mi viaje actual se me presentara un caso parecido?
   A menudo se despierta en el viajero un oscuro sentimiento de su propia salvedad como si ninguna ley pudiera exigirle un alto, un desvío o la vuelta sobre sus pasos. El viajero siente que ocupa el puesto más precario de todos, el de quien puede reclamar compasión de cualquiera y no tenerla por nadie. Basho, en el diario de viaje que tituló "Aunque blanqueen mis huesos", cuenta de un niño de apenas tres años abandonado en la ribera de un río, que tira de su manga cuando él pasa. Conmovido por su llanto, Basho le da comida y sigue adelante. Más tarde escribe: "¿Te odiaba acaso tu padre, te despreciaba tu madre? No: tu padre no te tiene odio, tu madre no siente desprecio por ti. El Cielo nada más lo quiere así. ¡Ah, llora la miseria de tu destino!" ¿Qué ejemplo seguiría yo, el del capitán del yate o el del poeta japonés, el de Cristo o el de Buda? Pensándolo mejor, las dos actuaciones son incomparables, ya que una ocurrió en el mar y la otra en tierra firme. El caminante Basho podía confiar en que alguien vendría tras suyo y salvaría al niño. En ese sentido, la üerra que dejamos atrás es siempre una Samaría. Pero el capitán del yate: ¿cómo podría haber soslayado el hecho de que para ese niño perdido en las Guaitecas él era el último hombre del universo? En el mar hay homicidas o hay samaritanos. Nadie se lava las manos en el mar.

II - 1. LA DESPEDIDA PERDIDA

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1   LA DESPEDIDA PERDIDA

   Feliz de haber elegido un título que en vez de clavarme en mi escritorio me obligaba a viajar; orgulloso de mi título como si fuera un blasón y algo asustado por lo que tenía de cometido incalculable, salí de Santiago a poner por obra el Libro del Pueblo del Mar de Chile la víspera del día en que Júpiter, Venus, Marte, Luna y Colmena se aproximarían máximamente.
   Era un alba de sol de invierno. A cien kilómetros por hora me parecía correr a la velocidad con que volaban los rayos del sol a mis costados de cumbre en cumbre. Yo no miraba a los cerros, les pasaba revista. Mis ojos los condecoraban prendiéndoles ojeada tras ojeada medallones de nieve y penachos de plumas radiantes. A mi alrededor remoloneaba el llano en largas sábanas verdosas y las casas, los avisos y las escasas figuras de pie todavía no arrojaban sombra ni precisaban sus colores. Grandes paralelepípedos vidriados, cuajados de luces diminutas, venían por la carretera dándose aires de alud y me zarandeaban sin rozarme. El zumbido del motor de mi furgón me sonaba a colmena en primavera.
   Ya estaba lejos de mi casa y aún no había comenzado a despedirme. Como tantas otras cosas, como la muerte, el adiós dejó de ser una ceremonia. "Partir es morir un poco" reza el adagio. ¡Morir un poco! ¡Cuál no habrá sido la sorpresa del diablo que ideó tal burla al ver que pasaba por fórmula sublime. "Morir un poco" ¡Qué talla sangrienta! A un poco de hombre corresponde un poco de vida, un poco de ausencia, un poco de muerte. Nacer es estar un poco; estar es partir un poco; partir es morir un poco: ¡he ahí la cadena del apocamiento!
   Si no sé despedirme no es porque los viajes ya no separen y en cualquier lugar del mundo uno quede a mano. Antes de que las ruedas y las hélices nos descoyuntaran y desparramaran nuestro cuerpo por el globo, habíamos perdido toda coyuntura. ¡Hace siglos que nadie consigue reunir un cuerpo para una ocasión!
   Iba así doliéndome por la despedida perdida cuando la carretera me puso ante el mar. No reconocí la ocasión. Seguí adelante. Y cuando hacía un buen rato que tenía el mar a la vista y ya no cabía abrirle los brazos, caí en la cuenta que había perdido mi encuentro con él. Así, apenas comenzado, mi viaje se presentaba como una sucesión de ocasiones perdidas: ¿con qué ánimo seguir?
   Un hombre al que una serie de ladrones asalta siente a la larga que su desgracia cambia de signo, que su pesar por lo que le han robado y siguen robándole da lugar a una misteriosa desenvoltura. Se extraña, medita y concluye que el despojo del que es víctima prueba que su fortuna literalmente no tiene límites; que por mucho que pierda, siempre le quedará qué perder; que ningún robo particular puede dejarlo en la desnudez a la que cada robo lo aproxima. Parecido al de este hombre es mi caso. Al avanzar por la ruta admito ocasiones que dejaré pasar fatalmente; al dejar atrás la ruta llena de ocasiones perdidas despliego mi infinitud. La ruta de adelante es un forado en mi estado; la ruta de atrás es la faja suntuosa en la que no sabía que estaba envuelto y que el viaje desenrolla y deposita por llanos, quebradas y costas. No me hago la ilusión de que el viaje será una escuela en la que aprenderé a aprovechar las ocasiones: La presencia no se aprende. Sin embargo, el viaje irá alineando en el espacio lo que yo vaya desperdiciando en el tiempo, de modo que cada ocasión perdida será, además de una cifra en un calendario, un punto en un mapa. Y la serie de lugares señalados por las ocasiones perdidas tenderá a ordenarse en mi memoria, no como una secuencia uniforme sino como si se encaminara hacia un límite. Dicho de otro modo, mi memoria, gracias al viaje, pasará de llana a ascensional. La tierra en mi memoria irá estribando mi viaje hacia una cumbre, hacia una ocasión de ocasiones que ya no podré perder. En la memoria del viajero: ¿no tiene la tierra forma de pirámide?

I - 3. EL TÍTULO DEL LIBRO

I
APRESTOS

3   EL TÍTULO DEL LIBRO

   Antes que de una casa, mi viaje salía de un manuscrito. De un manuscrito que constaba de un título: Libro del Pueblo del Mar de Chile, y de algunas páginas en que daba razón de éste. Apenas se me vino a la cabeza este título anuló otros que me tentaban -cosa normal- y casi me anuló a mí -cosa grave-. El título era enorme y el poeta débil. Pero como en poesía nunca se le miran los dientes al caballo regalado, no me quedó otra que aceptarlo y ponerme a hacerlo mío.
   Imaginé entonces mi encuentro con el título Libro del Pueblo del Mar de Chile como el de un caminante con un castillo. Yo iba al anochecer por un páramo buscando una choza, un tronco o una piedra para guarecer mi cuerpo nada exigente cuando de pronto, donde antes no había más que un arenal moteado de matorrales, vi un edificio con cuatro altas torres. Verlo, sentirme un pobre diablo y aspirar a señor de él fue una y la misma cosa. Y allí me planté frente a la mole hermética.
   Dadas mis escasas fuerzas, era imposible que pudiera abrirme paso hasta su interior. Pero ¿en qué otro lugar de la tierra hallaría albergue más espléndido?
   El castillo -el título caído del cielo- me excluía radicalmente, me desafiaba a entrar y estaba hecho para mí, para que yo me convirtiera en su dueño y señor. Su grandeza parecía calculada por un demonio para apabullarme, desafiarme y esperanzarme a la vez. Dispuesto a todo, yo no veía por donde comenzar. Sus cuatro torres -la torre del Libro, la torre del Pueblo, la torre del Mar, la torre de Chile- se alzaban ante mí con tal trabazón que pretender tomar una sola era un sueño. Excluida la fuerza ¿qué podía hacer para salir de un estado en que ya me sentía preso fuera del castillo?
   Sobre el páramo de mi andanza declinaba el sol y con él mis luces. La sombra tetragonal del castillo se alargó hasta alcanzarme. Mientras mi cuerpo poético temblaba de inanidad, mi alma se daba aires de señora, casi como si estuviera en lo alto de una torre. Cerró una noche total. Quedé ciego. Y entonces vino a tentarme la madre de las musas, Mnemosine. Si mis fuerzas no daban para tomar el castillo, sí me darían para construir un caballo. La impía estratagema ¿no había probado su eficacia en todas las Troyas? Escondido dentro de una efigie cautivadora, en un abrir y cerrar de ojos me hallaría dentro del castillo. Y una vez allí, mi cuerpo poético se animaría, mi alma envanecida recobraría su peso y yo poseería el Libro del Pueblo del Mar de Chile.
   Apenas me decidí por el engaño me invadió una inquietud inmensa. Si escribía un poema -pues ¿qué otra cosa que un poema puede parecer ofrenda pura (como les pareció el caballo a los troyanos) y ser en realidad transporte del oferente (como el caballo fue de los griegos)?; si gracias a una oda yo conseguía introducirme en el castillo ¿no acabaría inevitablemente por arrasarlo? ¿No había sido ese el fin de todas las Troyas? Apeado de la oda en el interior, mi cuerpo seguiría endeble y mi alma ebria, y entonces, por desesperación, yo echaría mano a cualquier recurso, a mistificaciones, plagios, lugares comunes, a la retórica más abyecta para abultarme y copar el título con mis ruinas: ¿a eso aspiraba? ¡Dios mío! ¿Por qué me había caído del cielo un título tan grande? ¿Por qué no podía renunciar a él? ¿Acaso títulos como "En el sentido del mar de Chile" o "Viaje al mar" o "La costa" no se avenían mucho mejor con mi contextura poética y el gusto de mi tiempo? ¡Oh maldito título, añejo y descomunal! ¡Oh maldito Libro del Pueblo del Mar de Chile!
   Como un adolescente que ve entrar de pronto una mujer de carne, cabellos y hueso en el cuarto de sus quimeras, yo había quedado pasmado ante el castillo. Luego, en medio de mi impotencia, el demonio del engaño había estado a punto de seducirme. Vencida esta tentación, sentí que el castillo se abría en la oscuridad. Comprendí entonces que ni el título era un castillo ni yo un guerrero; que el son de guerra en que lo había enfrentado era una impostura; que del cielo había caído no un obstáculo sino un don. Comprendí que el título era un templo y que ante ese templo mi hechura era infinitamente indiferente y mi presentación infinitamente crucial.
   Incliné entonces la frente y volví a entrever la mole. Poco a poco el sol me fue mostrando sus cuatro torres, tan formidables como las recordaba. Una de ellas sin embargo se abría hacia un interior oscuro como la noche. Era la torre del Mar. Verla así abierta y comprender que me hallaba, no ante un recinto vacante sino ante una sede, fue una y la misma cosa. La torre hermética era un santuario insondable. ¡El nombre del Mar alojaba a un dios! Instantáneamente, las otras tres torres: Libro, Pueblo y Chile, quedaron a mi alcance. El Libro sería cosa de pluma escrupulosa; el Pueblo, cosa de oído atento; el Chile, cosa de pasos diligentes. Sólo el Mar era cosa divina que sólo un dios podía poner a mi alcance.
   Ante esta preeminencia nueva del nombre Mar me en¬traron dudas acerca del ordenamiento de mi título. ¿Había dispuesto bien los cuatro nombres aparecidos? En el título Libro del Pueblo del Mar de Chile ¿no había colocado el nombre Pueblo en la cima sólo porque me había parecido el más fácil de acometer? Ahora que veía un dios en el nombre Mar ¿no debía ponerlo en el primer puesto? Juzgué que sí y cambié sin más el título por el de Libro del Mar del Pueblo de Chile.
   Libro del Mar del Pueblo de Chile... El mar pasaba al primer puesto y el pueblo y Chile quedaban con papeles de testigos. Publicado el libro, sus lectores se referirían a él llamándolo "libro del mar" a secas, cosa ni equívoca ni reductora. ¡Sí! Libro del Mar del Pueblo de Chile era una ordenación más justa de los cuatro nombres que me habían caído del cielo y al mismo tiempo el mayor programa que podía proponerme combinándolos.
Mas al poco tiempo de haberlo adoptado, la soberbia del nuevo título me sumió en otro mar de confusiones. Querer escribir un "libro del mar" era una demasía que enturbiaba mi condición de suplicante. Pensé en Hornero y en la discreción con que contempla el mar en el espejo del pellejo de Ulises, jamás de hito en hito; pensé en Apolonio de Rodas y su mar recamado de alusiones; en Ovidio y su ultramarina tristeza; en Sannazaro y el cabrilleo de sus mares silvestres; en Aldana y su conversación de la eternidad a lo largo de la orilla; en Basho, en los pétalos que vio en las olas; en Coleridge, su mar del crimen y su mar del arrobo; en Von Chamisso y su eremita marino; en Melville y la máscara blanca de su océano; en Conrad y sus atisbos desde la cofa del corazón humano; en Stevenson y su defensa del santo de la isla de la lepra... Ninguno de ellos había arrostrado al dios del Mar; hacerlo no hubiera sido extremarse como poetas sino querer saltar por sobre el hombre.
   Entendí al fin que la diferencia decisiva a favor del primer título -Libro del Pueblo del Mar de Chile- estaba en que con él yo no me llegaría hasta el Mar a solas sino entre los suyos. Lo que Ulises fue para Hornero y Moby Dick para Melville lo sería el pueblo del mar para mí: un velo con que presentarme ante el dios sin descaro.
   Elegido el título, también quedó definido mi trabajo. Por un lado recorrería el espacio que Chile le deja al pueblo del mar para reconocerlo; y por otro lado, presentaría las pruebas de mi pertenencia a tal pueblo. En cuanto al dios, él se encargaría de mí.

I - 2. UNA NOTICIA CELESTE

I
APRESTOS

2   UNA NOTICIA CELESTE 

   Venus, Júpiter, Marte, el cúmulo estelar de La Colmena y la Luna aparecieron una mañana en el firmamento de papel que consultamos a diario. No era una noticia de primera magnitud. En un ángulo de una de las páginas interiores, el observatorio del cerro Tololo anunciaba que entre el 15 y el 23 de junio habría una conjunción excepcional de cinco objetos en el cielo. Hacia el noroeste, Venus, Júpiter y Marte formarían un pequeño triángulo y la Luna en creciente los rondaría. Quien mirara esta conjunción con binoculares vería, además, el cúmulo La Colmena de la constelación de Cáncer. Como si esto fuera poco se informaba que un eclipse de Sol acaecería el día jueves 11 de julio, que sería parcial para el centro y norte de Chile y total para Hawai, Baja California, México, Costa Rica, Panamá y el norte de Brasil.
   Al leer estas noticias todas mis dudas acerca de las señales se vinieron al suelo. ¡La noche reunía cinco estrellas para hospedarme! ¡Tres dioses se adelantaban a recibirme! ¡Y hasta el mismo sol me haría un guiño!
   Hasta el minuto en que leí la noticia, el viaje al que me aprestaba no suponía día ni noche: una luz ideal iluminaría parejamente horas y cosas. Es la luz que nace del mapa; luz en que la tierra parece una ristra de datos tendida en el vacío; luz que alumbra una tierra de kilómetros en vez de distancias, de puntos en vez de lugares; de tiradas y no de jornadas; de escalas y no de estadías. Mas de repente, gracias al Tololo, mi trayectoria futura se alzaba con un cielo dotado de noche y conjunciones, día y eclipse. ¡Mi viaje pasaba del mapa al cosmos! Y aunque yo suspendiera momentáneamente las interpretaciones poéticas de la noticia según las claves de Júpiter, Venus, Marte, Luna, Sol y Colmena; aunque me dijera que sólo el viaje aclararía si había o no misterio en la aparición de tales nombres venerables, saltaba a la vista y quedaba desde ya sentado que en virtud de la conjunción y el eclipse, el cielo diurno y el cielo nocturno iban a figurar ineludiblemente en el día y la noche de mi jornada.
   Un poeta peregrino japonés de los que solían caminar cien leguas hasta un monte famoso para ver un plenilunio habría considerado vulgarísimo, indigno de un poeta, reparar en anomalías celestes; pero ¿cómo podía despreciarlas yo, habitante de una ciudad sin cielo y agente de una época sin firmamento? Los cuerpos celestes modernos sólo aparecen cuando hacen noticia, en las raras ocasiones en que un editor presume que una voltereta astral está a la altura de un público habituado a los apocalipsis. Nadie lee hoy las "letras de luz" que vio Quevedo en el cielo nocturno. Y en¬tre quienes leen las letras negras no hay muchos que reparen en Venus o Júpiter cuando el texto incluye estrellas de magnitud tanto mayor como son Sida o Misil o Crisis. Así es que, lejos de avergonzarme, me alegré de haber reparado en el anuncio del Tololo.
   En el fondo de los fondos, yo me sabía a merced de las excepciones. Sabía que mis posibilidades de contemplar un ocaso cualquiera eran casi nulas si un eclipse de sol no me enseñaba a hacerlo; que jamás apreciaría la apoteosis diaria de las estrellas si no me la presentaba un elenco de lujo en una conjunción única como la prevista por el observatorio. El viaje mismo que me aprestaba a hacer era una excepción en mi vida de esposo, padre e ingenio. Rodaría fuera de la órbita que describía alrededor de mi cama, mesa y casa; la fuerza gravitacional de unos nombres me lanzaría de un sitio a otro en una carrera de conjunciones y eclipses inauditos: Balcells en Hornopiren; B. en Pisagua; B. en Aucar; B. en El Temblador; B. en Niebla. Gracias al viaje la bóveda de mi memoria se llenaría de estrellas nuevas; gracias al viaje yo escribiría con letras negras una noche en que los lugares brillaran, en que cada lugar visitado adquiriría la soltura de una estrella. Gracias al viaje mi lector podría urdir constelaciones.
   Con las manos puestas ya en el manubrio y el artículo del observatorio pegado en mi cuaderno, todavía no me decidía a llevar una guía caminera. La guía de Chile con sus mapas, ¿no sería lo opuesto a esa noche que quería tender al viajar? ¿No me haría tomar un túnel lleno de avisos reflectantes por una noche cuajada de astros? Pero si descartaba la guía y me largaba así no más, las ruedas del furgón exigirían igualmente caminos y los caminos me llevarían igualmente a los lugares nombrados en la guía. Para desprenderme realmente de la guía habría tenido que partir a pie, a campo traviesa, relegando recuerdos, eludiendo encuentros, esquivando avisos y hasta la última senda hecha por pie humano. ¡La misma vuelta del que vuelve sobre sus pasos me habría estado vedada! No. La guía -la impresa en papel, la grabada en mi memoria, la tatuada en la extensión- me acompañaría por todas partes quisiera yo o no. Y para anular su claridad espuria y salvar la noche que proyectaba tender a lo largo de la costa de Chile yo no tendría más recurso que los seres humanos que fuera encontrando, los astros vivientes.

I - 1. LA OCASIÓN DE PARTIR

I
APRESTOS

1   LA OCASIÓN DE PARTIR 

   Todo estaba listo: vehículo, viático, avíos, itinerario, un tiempo que podría durar meses, un lugar para el viaje en el libro que estaba escribiendo y una fe vehemente en la tierra y en su poder de llevarme a las afueras del mundo... Sin embargo, no encontraba la ocasión de partir.
   Como un rey mago montado en su camello e inmóvil bajo la luz del sol, dejaba pasar el tiempo sin ceder a las tentaciones de ninguno de los caminos visibles. ¿Esperaba acaso un signo? Pero yo no creía que mi razón fuera de una naturaleza distinta a la noche, ni que mi voluntad fuera menos misteriosa que la estrella. Si todo estaba listo para el viaje y yo pronto; si después de años de meditación, lecturas y diligencias me encontraba al fin en el punto de partida, ¿qué minuto de partida más exacto quería esperar?
   Día tras día me paseé por la ribera del Mapocho ventilando mi vacilación. Como de una gruta a otra pasaba bajo los sauces espaciosos mirando entre uno y otro el río a retazos. Sus aguas inmundas corrían por el cauce como si huyeran del cielo; pero su murmullo conservaba la pureza de un torrente de cordillera pese al ruido envilecedor de la avenida contigua. De ese río que no callaba su desprendimiento quería yo aprender a irme sin dar un primer paso, a irme sin partir.
   Una de esas tardes junto al río en que siempre era domingo vi llegar una bandada de gaviotas. ¡Al pie de la cordillera de los Andes las hijas del Océano Pacífico! ¡En el corazón de la urbe las nativas del litoral! Sobrevolaron el río entre antenas de acero y torres vidriadas y fueron a arremolinarse en la orilla donde estaba varado el cadáver de un perro. Sus chillidos se alzaron entonces por sobre el inmenso rezongo de la ciudad. ¿Cómo no iba a creer que el mar las enviaba desde el otro lado del cielo para intimarme a emprender la marcha hacia sus costas?
   Sin embargo, al otro día, cuando volví a ver las gaviotas arranchadas en un islote de arena en medio del cauce, ya su grito había perdido su poder convocatorio.
   No por ello dejé de frecuentar las márgenes del río. Pensaba que el Mapocho era la única brecha de Santiago, el único paso de la tierra por la ciudad. Y que si un ciudadano desasosegado se allegaba a él se asomaba al menos a una lejanía. Al torrente de agua inmunda y rumor puro se allegaban, igual que yo, parejas sin dinero, parejas sin porvenir, parejas anómalas, individuos en busca de pareja, individuos que eran restos de parejas, seres que iban y venían por la ribera bajo los sauces como por el andén de una estación abandonada. Y el río, más parecido a un horizonte que a un tren, ni se acercaba ni se alejaba.
   En uno de esos días de incertidumbre me asaltó la idea de emprender el viaje con una mujer. Imaginé unos ojos color vado, una voz fluente, un cuerpo de meandro, una vida navegable... Ella pasaría a buscarme. Pasaría a buscarme como si nuestras personas, el día, la hora y la ruta hubieran sido convenidos inefablemente, como si el viaje fuera el puesto del amor. Mas mi viaje se achicaba a medida que la imagen de la mujer se precisaba. A cada gracia nueva suya, la tierra a la que ella debía conducirme perdía dimensión. Llegada al colmo de su belleza, toda la tierra habría quedado reducida a una peana bajo sus pies.
   Leyendo a Hornero en las noches lo oía hablarme de mi ilusión: "Elena porque es bella, Calipso por apasionada, Penélope por fiel, cada mujer hallará el modo de detener te. Las murallas de Troya, las olas que ciñen a Ogigia, los pretendientes que se agolpan en Itaca: ¡tales son los ruedos que ellas pueden ofrecerte! Si quieres conocer las afueras hazte digno de Atenea. Los reinos son de la mujer, las afueras de la virgen." Y en el tímpano de mi corazón resonaba largamente el nombre de la virgen. Así, en lugar de partir con una mujer y confinarme en su reino, Hornero me invitaba a ser casto; me invitaba a no dividir el tiempo en esperas y oportunidades; a no dividir el espacio en accesos y posesiones; me invitaba a consagrarme al viaje como a una forma exaltada de abstención; me invitaba a viajar hacia la tierra sin contar mis pasos, sin ganar el sustento de mis pies; me invitaba a acercarme a la tierra apoyándome en su pura mirada y a devolverle la sonrisa aunque ella retrocediera, aunque no se dejara abrazar nunca.
   Comprendí al fin mi error y dejé de esperar. Y entonces, la mañana del día en que me iba, me sorprendieron unas estrellas.